Todos los Estados están empeñados en conseguir estabilidad económica y social, en asegurar un equilibrio político duradero. Pero lo que nos auguraba J. O’Connor en La crisis fiscal del Estado, consistía en resaltar que la racionalidad sobre la que se sustenta el binomio del capitalismo de Estado y del Estado del Bienestar resulta inestable, y que el sistema únicamente podrá subsistir acuciado por periódicas crisis económicas, vaticinio que ha ilustrado la historia reciente del capitalismo y que ha quedado corroborada en la actual crisis que asola a buena parte del mundo occidental y de la que presumiblemente saldrán nuevamente reforzadas las élites capitalistas, tras la austeridad impuesta a las masas asalariadas y a los pequeños empresarios en favor de los grandes monopolios y de la banca.
Cuando se analizan estas crisis en las que los Estados se ven imposibilitados para enfrentar a la vez, tanto sus compromisos con el capitalismo, como con la legitimidad democrática, siempre aparecen unos déficits públicos imposibles de conjugar con las políticas habituales desarrolladas hasta ese momento crítico, lo que obliga al sistema a alterar su rutina y por tanto, a adentrarse por caminos políticos inciertos cuyo destino y consiguiente resolución va a depender de cómo las fuerzas políticas y económicas estén distribuidas dentro de los correspondientes Estados. Llegados a este punto de suspense, parece que todos los caminos posibles se despliegan entre los extremos del keynesianismo –reforzar la demanda- o del neoliberalismo –impulsar la oferta-, como si el presagio marxista en torno a la contradicción entre el deseo del capitalista por beneficiarse a costa de los bajos salarios y el consiguiente deterioro en la demanda de sus propios productos, sólo pudiera conjugarse con políticas que inciden en uno u otro punto de la ecuación –la oferta o la demanda-, olvidando que dicha ecuación contiene un término sobre el que casi nadie habla, y que es el de la acumulación de capital, que como un depósito o espita de seguridad en manos del gran empresario y del Estado hace posible que la industria pueda sobrevivir a la contracción de la demanda, y que además salga beneficiada gracias al incremento de la capitalización y el consiguiente incremento de la productividad y de la tasa de ganancia.
Gracias al apoyo y a las subvenciones del Estado, el sistema económico capitalista se encuentra en situación de permanente exceso de capital privado y público, cuyo sobre-coste los actores económicos no soportan en su totalidad, lo que se traduce, sorprendentemente, en la impresión de que continuamente las infraestructuras y los medios de producción se encuentran en congestión, ya que al no reflejar el capital los costes sociales que su creación soporta, los actores económicos tiende a sobre-utilizar la capacidad instalada. Ello provoca que el sistema económico opere con enorme ineficiencia e irracionalidad, que se invierta en sectores con escasa rentabilidad social y que las mercancías se estén fabricando a un elevado coste (monopolios), y utilizando menos mano de obra de la óptima como consecuencia de la excesiva utilización de capital.
Como afirmara el gran historiador francés Fernand Braudel:
El capitalismo únicamente triunfa cuando se identifica plenamente con el Estado, cuando es el Estado.
Por un lado, el Estado del Bienestar de los ricos debe soportar la demanda del sistema productivo para derivar fondos hacia la acumulación de capital, y por otro, debe hacer frente a los problemas de legitimación política y armonía social, atendiendo a los sectores que dichas políticas deja mermados de recursos y por tanto, de bienestar. En suma, el sistema capitalista del bienestar no puede superar esta situación de crisis crónica a la que se enfrenta.
La lucha del capitalismo por contrarrestar la tendencia decreciente de la tasa de ganancia le ha obligado a emprender diversos tipos de estrategias que, siempre con el apoyo estatal, le ha permitido externalizar sus pérdidas hacia el sistema social, obligando, por tanto, al sistema político a poner en marcha medidas paliativas con objeto de mitigar sus impactos negativos y no comprometer el apoyo ciudadano al Estado social y de derecho que define a las democracias occidentales. La sobre-capitalización ha sido una de estas estrategias, pero también la reducción de costes laborales relativos a la riqueza nacional, las compras improductivas por parte de la Administración, la imposición de sobre-costes de producción al precio final de las mercancías o los beneficios derivados de la utilización del enorme arsenal de infraestructuras que el Estado históricamente le ha construido al capital para fomentar el crecimiento económico.
Y la última de dichas estrategias, la intensificación de las actividades financieras del sector productivo de la economía, es decir, el peso creciente que adquiere la economía virtual y las transacciones financieras internacionales respecto al capital físico instalado. Alan Freeman analizó recientemente el impacto de esta última estrategia sobre la rentabilidad empresarial en USA y en el Reino Unido, y ha demostrado que el incremento de la tasa de ganancia del capital durante los últimos años se ha debido en gran parte a la rentabilidad de la burbuja financiera, de esa enorme economía virtual desmaterializada que ha creado el capitalismo y cuyas desagradables consecuencias estamos padeciendo. Pero que descontada esta creciente proporción virtual de capital, las estadísticas se siguen mostrando tozudas en constatar la reducción endógena de la tasa de ganancia, y por tanto, la tendencia del capitalismo a buscar el amparo del Estado para asegurar sus rentas a costa del resto de la sociedad.
Pero estas estrategias no sólo han repercutido sobre la tasa de ganancia, sino también sobre el propio Estado del Bienestar, en la medida en que las mayores empresas desertan de su sostenimiento, en cuanto sus beneficios cada vez dependen menos de la producción efectiva de mercancías, que además se externalizan más allá de las fronteras nacionales en las que opera ese gran montaje socio-económico del bienestar garantizado por el Estado.
En suma, el balance que el Estado del Bienestar pretende mantener entre la eficiencia del sistema económico y la legitimidad del sistema político se debate en una tendencia continua hacia la crisis fiscal: ni las subvenciones y apoyos que el Estado prodiga entre los grandes poderes económicos logran solventar los supuestos fallos del mercado; ni el soporte que reparte entre las clases trabajadoras y entre los pobres tampoco consigue colmar ni las ambiciones de estos sectores sociales, ni las plusvalías que las grandes empresas han logrado a su costa. Balance que sin embargo adolece de histórica injusticia, en tanto en cuanto los desembolsos y esfuerzos que siempre el Estado capitalista ha realizado para ayudar a los ricos a crear riqueza, siempre han superado con creces las correcciones que ese mismo Estado del Bienestar ha realizado para compensar a los perdedores.
Incluso uno de los mayores orgullos del Estado del Bienestar, su capacidad para redistribuir rentas y paliar, por tanto, las injusticias y desigualdades que provoca el capitalismo sobre el que aquel se sustenta, no parece que haya sido muy útil, ya que las transferencias de renta que se producen se concentran dentro de las mismas clases sociales y apenas se dan entre grupos de ingreso diferente, casi nunca desde las clases altas hacia los pobres. Díaz Calleja ya analizó exhaustivamente, a finales de los años 90, la capacidad redistributiva de las economías capitalistas más significativas y llegó a la conclusión de que “la política social se configura, en el mejor de los casos, como un mecanismo de redistribución de tipo ‘horizontal’, es decir, que opera esencialmente en el interior de las clases sociales”. Y constató, concretamente, que
(…) no es posible identificar en general, un impacto redistributivo favorable a la clase trabajadora en el conjunto de los países estudiados, en particular, la única experiencia nacional de redistribución de renta significativa, el caso de Estados Unidos, tiene más puntos de conexión con el denominado Warfare State (Estado de guerra) que con las instituciones del Estado del bienestar.
No cabe llamarse a engaño respecto a las estadísticas oficiales que publican periódicamente la OCDE o el PNUD sobre las reducciones porcentuales de los niveles de pobreza achacables al funcionamiento del Estado del Bienestar, o a los balances positivos entre las subvenciones y los impuestos pagados por la clase trabajadora, por dos razones fundamentalmente: porque la mayor parte de los servicios recibidos lo componen las pensiones, que ya fueron capitalizadas históricamente por los jubilados cuando trabajaban, y porque una parte significativa de esas transferencias se realiza recurriendo al déficit público. Recordemos también lo que al respecto destacó Baudrillard para la Francia de los años 70, donde más del 20% del PNB constituía el presupuesto social de la nación, es decir, su Estado del Bienestar:
El efecto neto de la carga fiscal y de la parafiscal directa es regresivo (…) Es necesario poner en tela de juicio la redistribución social, y la eficacia de las acciones públicas en particular. En esta ‘desviación’ de la redistribución ‘social’, en esta restitución de las desigualdades sociales provocada por las medidas mismas que debían eliminarlas, ¿debemos ver una anomalía provisional debida a la inercia de la estructura social? O, por el contrario, ¿debemos formular la hipótesis radical según la cual los mecanismos de redistribución, que consiguen preservar tan bien los privilegios, son en realidad parte integrante, elemento táctico, del sistema de poder, cómplices en este sentido del sistema escolar y del sistema electoral? En este último caso, no sirve de nada lamentarse por el fracaso renovado de una política social: debemos, por el contrario, llegar a la conclusión de que cumple perfectamente su función ‘real’.
Claro que a la vista de estos datos, de la información que hemos ido mostrando sobre la real naturaleza del Estado del Bienestar, parece que tendríamos que sentirnos satisfechos de la situación actual y del objetivo al que nos dirigimos, la destrucción de las políticas asistenciales y la privatización de las prestaciones sociales de salud o educación llevadas a cabo por el neoliberalismo. No comparto esta conclusión. Principalmente, porque como ya se afirmó, el Estado del Bienestar, sea pequeño o grande, forma una alianza consustancial con el capitalismo, y resultaría todavía más injusto eliminar una parte sin modificar el todo. Como ya se ha afirmado, tal y como se configura el Estado del Bienestar, apenas redistribuye entre clases sociales, y además, como luego veremos con más detalle, se erige en un instrumento de adiestramiento y disciplina, además de legitimación. Pero no olvidemos que las pensiones, los hospitales y las escuelas se sufragan principalmente con los impuestos de las mismas clases sociales que disfrutan de ellos, por lo que mantener el sistema fiscal imperante en conjunción con el Bienestar de los ricos, sería enormemente pernicioso para la sociedad, tal y como estamos comprobando en la actual crisis padecida por España, donde por un lado se incrementan las transferencias dinerarias a los bancos y las grandes empresas para paliar los efectos de la crisis, y en paralelo, a la par que disminuye la participación de la renta del trabajo y de que se eleva el porcentaje de impuestos que del total se recauda entre las clases con menores ingresos, a su vez disminuyen las prestaciones que estas mismas clases reciben. Primero, por tanto, desmontar el Bienestar de los ricos, la política de privilegios que caracteriza el capitalismo de Estado, y en segundo término, superar el Estado del Bienestar por otro tipo de organización social que garantice el acceso universal a la salud o a la educación sin tener que enajenar la libertad de los individuos. Es decir, en lugar de defender un Estado fuerte como el principal garante de unos derechos sociales que no se protegen, empezar a construir comunitariamente una alternativa al capitalismo, tal y como esbocé en La involución de las masas. Asimismo puede consultarse el trabajo colectivo Markets not capitalism y también Society after state capitalism: resilient communities and local economies.
Las palabras del historiador I. Wallerstein resultan transparentes y sintetizan acertadamente las últimas interpretaciones:
La vida económica es liberación, el capitalismo la jungla. La vida económica significa la asignación real de un precio por la oferta y la demanda, el capitalismo los precios impuestos por el poder y con disimulo. La vida económica involucra competición controlada, el capitalismo involucra eliminar ambas, el control y la competición. La vida económica es el dominio de la gente común; el capitalismo es garantizado y encarnado por el poder hegemónico (…) Si el capitalismo es un monopolio y no el mercado, entonces lo que debe hacerse es una cuestión que sólo puede ser respondida por los movimientos antisistema de los últimos cien años. En este esfuerzo de liberación, los trabajadores han buscado el apoyo del Estado como regulador, como protector de la competición, pero se han encontrado reiteradamente con el rol del Estado como garante de los grandes monopolios contra los que ellos estaban luchando. (tomado de Capitalism versus the market)
No quisiera tampoco olvidar tres temas fundamentales en torno al Estado del Bienestar. Uno de ellos, que podría definirlo como de los derechos y de las responsabilidades. El otro, estrechamente relacionado con el anterior, de la libertad. Y finalmente, el de su eficiencia económica. No me detendré en demasía en ellos, sin embargo, suficientemente caracterizados en numerosos trabajos y sobre los que existe abundante bibliografía.
Las democracias modernas se autodefinen como Estados sociales de derecho. Y basan gran parte de su legitimidad en garantizar, en sus textos constitucionales, una serie de derechos políticos y sociales. Se considera que todo ciudadano que forma parte del Estado debe tener garantizados unos mínimos vitales que le permitan concurrir al mercado y a las elecciones con cierta igualdad de oportunidades. El hecho de que la mayor parte de las personas dependa de un salario y no tenga acceso a medios de producción propios (capital), y el que la garantía de esos derechos sea intrínseca al individuo con independencia de su responsabilidad y desempeño, fomenta la apatía social y política, desincentiva la voluntad, degrada al perceptor neto de ayudas y genera unos círculos viciosos de dependencia, irresponsabilidad y degradación que resulta forzoso torcer para sanear la sociedad que heredamos del capitalismo.
Sobre las bases morales en las que se asienta el Estado del Bienestar y su relación con la responsabilidad y la autonomía, puede consultarse el trabajo de R. Nozick, Anarchy, State and Utopia, de C. Murray, Losing Ground, o Social Welfare and individual responsability. También la lectura siempre provocativa, pero sugerente y de gran talla intelectual del premio Nobel de economía, F. Hayek, del archiconocido Camino de servidumbre (The road of Serfdom).
Sobre este tema de la irresponsabilidad o de la dependencia, la derecha ha escrito en abundancia, incluso la Tercera Vía que inspiró el particular laborismo de Tony Blair, pero incidiendo sobre todo en la idea del abuso -de los pobres contra los ricos- y de la importancia de eliminar el Estado del Bienestar para disciplinar a los trabajadores. Sobre ello, el líder británico afirmó lo siguiente:
El Estado del Bienestar se asocia con el fraude, el abuso, la pereza, con una cultura de dependencia, de irresponsabilidad social estimulada por la dependencia del bienestar.
Desde este sector económico del neoliberalismo su exigencia de autonomía se parece a la que en el siglo XIX exigían sus antecesores ideológicos cuando implantaron las leyes de pobres y llevaron a cabo la usurpación de los bienes públicos tanto en Europa, como en las colonias, con el objeto de crear una masa trabajadora dependiente de un salario y sin capacidad de poder trabajar para sí misma con independencia. Los trabajadores deben exigir responsabilidad y dignidad, lo que inexorablemente precisa acceso a la propiedad de los medios de producción, y desde la autonomía de los propios trabajadores hacer innecesario el Estado del Bienestar que se basa en la limosna y el paternalismo, en unos derechos que se otorgan, pero que el capitalismo impide que los propios trabajadores los puedan alcanzar por sus propios medios y libremente, decidiendo autónomamente sobre su alcance y características.
Las prestaciones que ofrece el Estado del Bienestar no permite opciones, y si un individuo desea seguir un tratamiento médico diferente al oficial o una educación alternativa a la pública, deberá sufragarla con su propio dinero y esfuerzo, a pesar de que en principio todos los contribuyentes poseen los mismos derechos al respecto. Este toma o lo dejas posee un sesgo de gran autoritarismo, basado en decisiones tecnocráticas de una élite de funcionarios públicos que se irrogan el derecho a decidir qué servicios y de qué tipo deben ofrecerse a los ciudadanos. A pesar de que el sistema se ha ido dotando de herramientas de participación pública a través de AMPAS, consejos escolares, atención al ciudadano o al paciente, métodos de elección ‘libre’ de médicos o colegios, el sistema siempre adolecerá de paternalismo, donde un sector de la población designado como expertos decidirán siempre por todos nosotros y sin que los ciudadanos posean el control de las prestaciones públicas que reciben.
Como el anterior punto, este de la libertad, y por tanto, de la coacción y falta de autonomía, crea dependencia en la población y un sentimiento continuo de frustración ante lo que se recibe, de impotencia por alterar la índole de los servicios que se otorgan por ley y por normas sobre las que apenas se posee capacidad de influencia y que no abren ninguna posibilidad a la diversidad. Mientras el sistema democrático sea representativo, los Estados del Bienestar que se erijan a su sombra siempre serán paternalistas y adoptarán decisiones en contra de la libertad de gran número de sus ciudadanos. La democracia y el bienestar no se alcanzan cediendo poder a los representantes e invocando la participación de los representados, sino asumiendo todos los ciudadanos todo el poder y toda la responsabilidad en la construcción y mantenimiento de los servicios públicos, sobre todo a nivel local y nunca cediendo al centralismo, la burocracia y el gigantismo. Como ya afirmó Kropotkin en el siglo XIX, anticipando una evidencia que el paso del tiempo ha demostrado como cierta, uno de los cometidos más lacerantes del Estado ha consistido en desmontar, arruinar e ilegalizar todas las iniciativas de auto-organización de los trabajadores con el objetivo de dotarse a sí mismos de sistemas garantizados de educación o sanidad.
Como más adelante veremos, los procesos de acumulación de capital en la economía posmoderna se están disponiendo cada vez de forma más exógena al mismo proceso de producción material, ya que el ‘general intellect’ que definiera Marx, o el conocimiento experto sobre tecnología y coordinación laboral, se niega a ser incorporado independientemente del trabajador y de las redes de conocimiento que en torno a la comunicación del saber y de la experiencia se están fraguando alrededor de las nuevas tecnologías de la información. Ello abre una oportunidad en relación a la apropiación que los trabajadores podrían realizar de las funciones que el Estado ha asumido históricamente respecto al bienestar, ya que la posibilidad de organizar autónomamente la producción permitiría emplear esa misma capacidad organizativa y comunicativa para organizar los propios servicios públicos de la ciudadanía.
A tal respecto las experiencias de tipo mutualista de las que nos habla Proudhon o los socialistas del siglo XIX ligadas algunas de ellas al movimiento sindical y libertario (aquí) nos ofrecen un panorama variado y alentador sobre lo que podría ser un sistema de bienestar social autónomo y dirigido endógenamente por los propios ciudadanos al margen de las estructuras paternalistas y elitistas de funcionarios levantadas por el Estado. Recuérdese, por ejemplo, que a finales del siglo XIX unos 7 millones de trabajadores ingleses eran miembros de sistemas mutualistas gestionados por ellos mismos y que por presiones de las asociaciones de médicos británicas el sistema fue cooptado estatalmente por la legislación nacional de seguridad social de 1911.
Tampoco en este caso debemos engañarnos sobre los mensajes que en defensa de la libertad de elección se lanzan desde la derecha, ya que en la mayoría de los casos, y España representa un buen ejemplo al respecto, la libertad de elección de los ricos, por ejemplo en materia escolar, se encuentra apoyada económicamente por el Estado, en detrimento de una educación pública cada vez más depauperada. En tal sentido, la libertad a la que aspira la derecha siempre ha de ser sufragada con el dinero de los otros, de los que lamentablemente nunca podrán aspirar a los servicios privatizados con su propio esfuerzo y que por tal razón se deben contentar, sin posibilidad de protesta, con las cesiones públicas y obligadas que el Estado, de la mano del capitalismo, les regala como una concesión “onerosa y sacrificada” por la que deben luchar votando a quien deben.
Sobre este paternalismo que anula la libertad de las personas para decidir sobre su bienestar y sobre los servicios públicos que se disfrutan, cabría incidir en la perniciosa filosofía progresista, que se fraguó en la creación histórica de una clase social de expertos en ingeniería, derecho, economía, medicina o sociología con la misión de dirigir de modo racional y elitista -con prácticas autoritarias camufladas tras la parafernalia de la motivación, los objetivos compartidos y la participación en los procesos de decisión-, tanto las empresas –caracterizado por Galbraith en la figura de la tecnoestructura- como los ministerios y la administración del Estado del Bienestar. Sobre este tema, la lectura de C. Dillow, The end of politcs: New Labour and the folly of managerialism, resulta muy elocuente sobre lo que él denomina el “top-down social engineering”, y el intento de toda esta casta gestora del capitalismo por impedir que los nuevos procesos de producción cooperativos y antiautoritarios que se están imponiendo conviertan en innecesarios sus servicios de dirección y control.
Por último, incidir sobre la eficiencia del Estado del Bienestar. Utilizaremos para ello el ejemplo del derecho a la salud. Indudablemente, la sanidad privada resulta extremadamente cara e injusta, mucho más que un sistema público de asistencia. Pero hemos de precisar que existen otras alternativas a las vigentes actualmente. La razón por la que los dos sistemas resultan tan onerosos para los ciudadanos estriba en que existe una separación absoluta entre el coste del servicio y su precio, ya sea éste establecido a través de un seguro privado, o mediante las cuotas satisfechas por empleados y empleadores a la Seguridad Social. El carácter oligopólico del ofertante de los servicios de salud, en conjunción con la atomización de los usuarios y su impotencia para comparar servicio con sacrificio, genera, tanto en los sistemas públicos como privados, unas dinámicas perversas en torno al sobredimensionamiento de los sistemas y a su irracional utilización, lo que acarrea, absurdamente, que en los sistemas privados se produzcan extraordinarios sobrecostes, y en los públicos, congestión y listas de espera. A lo que habría que añadir también el papel que juega la industria farmacéutica, sus elevadísimos precios, su irresponsable e injusto sistema de patentes, su política de publicidad inmoral, su connivencia con el estamento oficial médico y con el regulador público de los servicios de salud. Todo ello convierte los sistemas de salud modernos en enormes maquinarias de prescripción a demanda de una población occidental que cae enferma fundamentalmente a causa de hábitos de vida insalubres que el propio sistema alienta y no es capaz de enfrentar. Y que emplea unos procedimientos de atención y unas tecnologías sobre las que los pacientes no poseen ninguna capacidad de elección. Recomiendo el siguiente artículo de K. Carlson, A healthcare crisis: a crisis of artificial scarcity, que seguro hará meditar sobre cómo funciona realmente el Estado del Bienestar.
Hay que contemplar el hecho significativo de que el aumento de la esperanza de vida en occidente se ha debido, sobre todo, al crecimiento de la duración media de la vida de los niños, debida, sobre todo, a la mejora de las condiciones higiénicas, a la mejor atención sanitaria en el parto y al empleo de antibióticos. Pero apenas por el incremento de esa misma esperanza de vida en sectores de población de edad superior. Más personas alcanzan edades avanzadas, pero la media de edad al morir no ha mejorado tanto. Por tanto, el enorme incremento del gasto sanitario de los últimos años se ha realizado sobre todo para aumentar escasamente la longevidad de la población en unos pocos años a costa de una serie de costosísimas tecnologías de la salud que se aplican a enfermedades propias del desarrollo, generadas por las mismas dinámicas capitalistas de crecimiento económico y los inadecuados estilos de vida, sobre todo en relación con la alimentación. Como tantos otros gastos del Estado del Bienestar, como la seguridad, la educación o las medidas de protección ambiental, estos poseen la característica de ser gastos defensivos que se realizan para arreglar deterioros sociales y ecológicos que el propio crecimiento económico, con el aval y el apoyo del Estado, provoca.
En resumen, todos estos análisis que hemos realizado en torno a las políticas de asistencia pública, beneficencia y redistribución de la renta nos obligan a reconsiderar el papel que cumple el Estado en el mantenimiento de la economía capitalista y en la legitimación del sistema democrático en su papel de garante de los derechos humanos. Resulta preciso y obligado romper el relato social que sustenta el Estado del Bienestar, sustituirlo por una crónica veraz y equilibrada sobre lo que ha significado, sobre lo que representa su actual destrucción y las aspiraciones que la sociedad debe tener al respecto, con el objetivo de que los conflictos, luchas y propuestas que se realicen sean coherentes con la historia y la realidad, para que no se dilapiden esfuerzos políticos innecesarios en reconstruir otro Estado del Bienestar sobre unas bases que se han demostrado irreales y absurdas.
Y es que nos hemos engañado con el cuento del Estado del Bienestar. Creímos que Roosevelt en USA, tras la crisis de 1929, y que después las naciones europeas, construyeron el Estado del Bienestar en la posguerra para frenar el avance del comunismo y superar los fallos inherentes al mercado. Una arcadia por la que lloran sindicatos, socialdemócratas y progres, los eurocomunistas y las ONGs de desarrollo. La alianza por el progreso. Pero qué otra cosa podían hacer las élites capitalistas, en connivencia con el Estado liberal, en su afán por iniciar otro período de acumulación de capital tras la destrucción bélica. Imaginemos aquella Europa devastada, masas hambrientas, empobrecidas, las infraestructuras destruidas, la sanidad inexistente, los Estados sin capacidad para imponer su soberanía sobre el territorio, y en este caldo, los revolucionarios, maquis y partisanos, fundamentalmente comunistas que habían luchado contra el nazismo, que continuaban con las armas y la ambición de seguir peleando ahora por la revolución. La enésima traición de Moscú al proletariado, la consigna de entregar las armas, Yalta y Potsdam repartiendo el mundo entre dos potencias al margen de las personas, sus ideologías, deseos y capacidad de autodeterminación. ¿Cómo imponer el pacto bipolar en Europa occidental? En el Este fue claro, los tanques rusos lo impusieron. ¿Y en la Europa democrática todavía abandonada a un caos donde los comunistas y otros radicales traicionados por el estalinismo podrían haber liderado una insurrección al margen de los pactos de reparto del mundo?
Inventemos un teatro. Empieza la función. El Estado del Bienestar ante ustedes. Un simulacro de lucha y de pactos para lograr que las masas depauperadas trabajaran con obediencia, ¡rendir y consumir!, que se abandonaran al juego de las necesidades y que el Estado y el capital pudieran asentar su dominio sobre esa Europa que parecía despeñarse por senderos desconocidos. Enormes monopolios, multinacionales, magníficos emporios subvencionados y protegidos por el Estado, barreras aduaneras contra los países pobres, dumping también contra los pobres, explotación del llamado Tercer Mundo, y nuestras masas sindicadas, y agradecidas, votando a los partidos del pacto del bienestar, con los ojos cerrados porque quién duda de que nuestros hospitales, las bajas por maternidad, las vacaciones pagadas, las grandes universidades, las rentas que el capital repartía para aminorar las desigualdades, procedían de esa explotación mundial que nuestro Estado del Bienestar estaba provocando.
¿Y queremos repetir la comedia?
…………………..continuará…..
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Gracias, amigos del Correo de las Indias, por haberme incluido en vuestras lecturas interesantes.
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