¿Ir más rápido o llegar antes?
Hace unos años publiqué un artículo obre esta paradoja, donde quería mostrar que no siempre la mayor velocidad implica menor tiempo de desplazamiento, y que por tanto, medios de transporte potencialmente más veloces, como el automóvil, no siempre ofrecen las soluciones más eficaces y menos demandantes en tiempos de desplazamiento. Esta ambigüedad de la velocidad real de transporte en relación con el tiempo empleado se pone en evidencia ante dos hechos ubicuos en el funcionamiento de casi cualquier gran ciudad, en que las distancias de transporte cada vez resultan mayores, y en que la congestión, y por tanto, las elevadas densidades de tráfico, reducen drásticamente las velocidades reales de desplazamiento de modos de transporte potencialmente muy veloces.
La velocidad es un valor social, un objetivo de personas y de políticas, de gestores del transporte. Coches, aviones, barcos y trenes cada vez más veloces. En principio, mayor velocidad significaría menor tiempo, y por tanto, menor coste, y la ambición de ser rápidos sería coherente con el reto de la productividad y la eficiencia, tal y como se asume en nuestra sociedad competitiva: hacer las cosas en menos tiempo significaría, en suma, poder hacer más. Pero la rapidez puede expresar dos realidades diferentes: tardar menos en recorrer una misma distancia o recorrer más distancia en un mismo tiempo.
Si uno contempla los avances en la productividad comprueba que las ganancias en tiempo tampoco se han traducido tanto en reducción de jornada laboral, cuanto en incrementar la producción trabajando lo mismo. Algo similar ha ocurrido con la velocidad y el logro de la mayor rapidez. No empleamos menores tiempos de viaje para hacer las mismas cosas, sino que paulatinamente crecen las distancias que recorremos para hacer lo mismo: ir de compras, asistir al trabajo, disfrutar del ocio, etc. La mayor eficiencia en el transporte no se ha traducido en reducir los tiempos de acceso a nuestros destinos sino en recorrer, más velozmente, las distancias, mucho mayores, que nos separan de ellos. Lo mismo ha ocurrido en la economía capitalista y la interpretación que ofrece de la productividad, porque no tiene el mismo efecto social y ambiental reducir el tiempo empleado en realizar una actividad productiva que fabricar más mercancías en el mismo tiempo de trabajo.
La ideología del desarrollo proclama que la tecnología del transporte ha reducido las distancias que nos separan. Pero ello resulta totalmente falso. Cada vez debemos movernos más, recorrer mayores distancias para realizar las mismas cosas. Y si lo hacemos sin incrementar los tiempos de viaje, es porque la velocidad, la productividad al servicio del transporte, se ha incrementado. Pero el logro de elevadas velocidades no es gratuito. Para que un ingenio alcance alta velocidad debe utilizar energía para vencer tanto el rozamiento del aire como el de sus piezas mecánicas, y también la del suelo, si hablamos de transporte terrestre. Esto se traduce en que por cada nuevo dígito del velocímetro mayor cantidad de energía deba emplearse para alcanzarlo, ya que las pérdidas por rozamiento aerodinámico son superiores por cada nuevo incremento de la velocidad. Esta sencilla ley termodinámica sirve para constatar por qué a nivel energético y de contaminación, y por tanto, desde el punto de vista económico, no resulta igual alcanzar la rapidez por incrementar la velocidad que en su contra, por acercar las distancias.
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