Los números de Illich
Y todo ello por culpa del esfuerzo. Qué duda cabe. La bicicleta hay que moverla. Es un medio de transporte sufrido. Hay que pedalear. El ciclismo es una actividad, un deporte de resistencia, y para afrontarlo, ya sea para ir a trabajar en la ciudad o para realizar un tour turístico o deportivo, se precisa poseer una mínima capacidad física, incorporar una adecuada alimentación. Pero no nos engañemos, el desplazamiento en coche también acarrea un gasto, un sacrificio, muy elevado a nivel económico, y también físico, aunque nos sorprenda. Porque el coche hay que comprarlo, y sobre todo, mantenerlo, y el combustible que lo alimenta no resulta gratuito. Para poder utilizar el automóvil debemos sudar en el trabajo, extraer recursos que podríamos haber utilizado para otros bienes alternativos o para el ocio.
En “Energía y equidad” el pensador Ivan Illich ya nos alertó, con claridad y enorme pragmatismo, del esfuerzo sobrehumano que conlleva el desplazamiento en automóvil, a pesar de la paradoja de creer que este tipo de modo de transporte tan sólo precisa apretar el acelerador y cambiar de marcha, un sacrificio mucho más elevado que el de mover una bicicleta o desplazarse andando. El pensador austriaco-mexicano realizaba un cálculo muy sencillo al respecto:
El americano típico consagra más de 1.600 horas por año a su automóvil: sentado dentro de él, en marcha o parado, trabajando para pagarlo, para pagar la gasolina, las llantas, los peajes, el seguro, las infracciones y los impuestos para las carreteras federales y los estacionamientos comunales. Le consagra cuatro horas al día en las que se sirve de él, se ocupa de él o trabaja para él.
No parece por tanto muy racional la decisión individual y social, política, de organizar todo un sistema de transporte que consume tantas energías humanas, que agota un porcentaje tan elevado de nuestro tiempo, que coarta la libertad del individuo para desplazarse por medos alternativos, que degrada la vida comunitaria y social de nuestras ciudades y que descansa sobre el consumo de unos combustibles que se están agotando y que además nos contaminan.
Sin duda, con estas actividades hace marchar la economía, procura trabajo a sus compañeros, ingresos a los jeques de Arabia y justificación a Nixon para su guerra en Asia. Pero si nos preguntamos de qué manera estas 1.600 horas, que son una estimación mínima, contribuyen a su circulación, la situación se ve diferente. Estas 1.600 horas le sirven para hacer unos 10.000 km de camino, o sea 6 km en una hora. Es exactamente lo mismo que alcanzan los hombres en los países que no tienen industria del transporte. Pero, mientras el norteamericano consagra a la circulación una cuarta parte del tiempo social disponible, en las sociedades no motorizadas se destina a este fin entre el 3 y 8 por ciento del tiempo social. Lo que diferencia la circulación en un país rico y en un país pobre no es una mayor eficacia, sino la obligación de consumir en dosis altas las energías condicionadas por la industria del transporte.
Reto a cualquier lector y además poseedor de un automóvil, a que intente evaluar las horas que personalmente debe dedicar a que su coche circule, si las estimaciones de I. Illich se parecen a las propias. El economista José Manuel Naredo lo realizó para el caso español, y resultaban muy parecidas.
Porque conviene recordar que la mayor parte del transporte que se realiza en una sociedad desarrollada se hace con fines instrumentales, es decir, no por el transporte en sí mismo, sino para alcanzar otros fines sociales o económicos diferentes al del transporte: para ir al trabajo, para visitar al médico, asistir al colegio o a la universidad, para poder usar y consumir mercancías. Es por esta razón que la aportación que realiza el transporte al Producto Nacional Bruto, y por tanto, al desarrollo económico, resulta inversamente proporcional a su valor porcentual, de tal forma que una economía será tanto más eficiente cuanto menos cantidad de transporte deba realizar para alcanzar un determinado nivel de desarrollo o riqueza, al contrario de lo que pretenden las estadísticas oficiales.
Pero el transporte no sólo requiere tiempo, también precisa de espacio, para finalmente alcanzar unas velocidades medias de desplazamiento. Aconsejo a los curiosos que se paseen por internet y consulten los numerosos trabajos, pero sobre todo, gráficas, tablas y diagramas en las que se comparan los recursos espaciales precisos para transportar personas o mercancías según el desplazamiento se realice andando, en tren, tranvía, en bicicleta o en automóvil, entre otros. Números que abruman por el pésimo papel que desempeña el coche privado en el sistema de transporte, por el elevadísimo espacio que le roba, consume, al medio ambiente y a la ciudad, a los peatones y a los ciclistas.
La bicicleta ofrece soluciones al transporte, porque resulta eficaz, y aporta salud individual y social. Pero evidentemente, no todo el transporte resulta eficiente, ni incluso posible, poder realizarlo sólo con bicicletas o andando. Cada medio de transporte posee unas características propias que lo hacen más eficaz para unos determinados tipos de desplazamientos, en función de las distancias, de los tiempos de viaje precisados y de las pertenencias y mercancías que requerimos llevar con nosotros. El objetivo, por tanto, no consistiría en sustituir unos modos por otros, con carácter general, sino en diseñar sistemas de transporte combinados o multimodales en los que según las variables de espacio, tiempo y velocidad se alternen diferentes medios de transporte en relación a su mayor eficiencia para cada tipo de recorrido demandado. Y lo que resulta claro, sobre todo, es que en los entornos urbanos, la bicicleta y caminar resultan los más apropiados, por lo que las ciudades deberían tender, como así lo atestiguan algunas experiencias, a crear entornos urbanísticos apropiados para estos modos de transporte, en detrimento, sobre todo, del automóvil. Y sobre todo, diseñar economías eficaces que minimicen el transporte, un coste más a considerar en la cadena de producción de cualquier mercancía.
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