+RUIDO

Respecto al último post publicado, “En la frontera del ruido”, desearía agregar algunas cosas, como consecuencia de algunas lecturas recientes y de comentarios recibidos por parte de amigos cordiales.

Me gustaría resaltar que el sonido ordenado al que suele denominarse  música, no lo ordena únicamente el compositor, sino que el oyente que escucha atentamente la composición también racionaliza el sonido que le llega, lo adapta a sus patrones y a sus propias estructuras cognitivas. La racionalización del sonido, la domesticación del ruido, por tanto, resulta recíproca. El sonido se convierte en música no solamente por obra del compositor o el intérprete que ordena la materia prima sonora, sino también por el trabajo del oyente, que a su vez le aporta su propio orden. Estamos ante un proceso de comunicación en el que la música precisamente se define por su capacidad para conectar al oyente con el intérprete. La música no fluye unidireccionalmente, sino que se parece más a un nudo, a una conexión cuyo sentido surge en la interpretación coherente que realiza el músico y el oyente en sus respectivos ámbitos: en la cuerda que se hace vibrar, a la vez que en el oído que la escucha.

Reitero, la música no posee ningún mensaje oculto coherente con su estructura y que posee la virtud de transmitirse infusamente a cualquier oyente interesado en descifrar el absoluto o la verdad. Como afirmó el filósofo P. Kivy, “la música absoluta es literalmente la nada absoluta”.

Sobre el asumido innatismo del sentido humano de la armonía (y de la belleza musical), me gustaría recordar una frase de Helmholtz, considerado el científico que inventó la acústica y que en su libro de 1863 Sobre las sensaciones de tono como base fisiológica para la teoría de la música profundizó en la física del sonido y en sus relaciones con nuestra sensibilidad musical. Como conclusión, afirmó:

La formación de escalas y del entramado armónico es el producto de la invención artística y en ningún caso de estructuras naturales o de la conducta natural de nuestro oído, tal y como se ha afirmado generalmente hasta hoy.

La distinción entre el ruido y la música, por tanto, no atiende a ninguna  estructura genética de la sensibilidad acústica humana, por lo que su dialéctica resulta mucho más compleja que la simple distinción entre los sonidos físicamente disonantes y los armónicos naturales. Que una parte de la música contemporánea culta se considere un sonido incomprensible no deriva de que contenga ruido, disonancias o estridencias, sino de que el nexo en el que reside la esencia de la música, la conexión entre el músico y su audiencia potencial, se ha perdido. Como dos personas que  intenten entenderse en dos idiomas diferentes y mutuamente desconocidos, el ruido que los separa no resulta consustancial a ninguna de las dos lenguas, no aparece por defecto de ninguna de ellas, sino por la ausencia de un nexo que ofrezca sentido a lo que se dice y se escucha. La música no se define por el arte de fundir sonidos armónicamente naturales, sino por la capacidad de crear culturalmente unos patrones cognitivos coherentes, y es aquí, en esta singladura cultural a través del tiempo, que el ruido y la música estrechan sus lazos en una red de infinitas potencialidades.

Se afirma que la música se crea por la sucesión de sonidos ordenados. Pero yo me pregunto si de toda estructura intencionada de sonidos debe surgir inexorablemente la música, si es posible que precisemos incorporar algún ingrediente más para convertir en música la ordenación intencionada de sonidos, o si del caos, y del azar, puede surgir también la música. Muchas personas consideran consustancial a la música no sólo el orden, sino que éste deba generar belleza. El arte musical, y su epítome, la melodía, deberían ser bellos. Por ello, la crítica que tantos artistas y filósofos han realizado contra la tríada de la bondad, la belleza y la verdad, la consideran una aberración, o un insulto. Se piensa, si el arte no  debe ser bello, entonces, para qué serviría, si de él no se puede procurar placer estético, cuál sería entonces el atractivo de la música o de una poesía.

Ha habido muchos artistas que se han rebelado contra la belleza. Algunos, incluso, se han pregonado como escultores, pintores o músicos de la fealdad. La disciplina de la estética nació con la misión de descubrir las reglas de la belleza, como si estas fueran racionales e inmutables. Cerraríamos así el círculo del arte: unos sonidos que deben ser ordenados según los patrones que definen lo que es bello. Pero ¿por qué existen, entonces, tantos gustos musicales diferentes? ¿A las personas a las que les gusta lo feo son inferiores, no están educadas, carecen de formación, deberían ser adiestradas en el conocimiento de las normas verdaderas que rigen el buen gusto?

La belleza es una mentira, un engaño. Por ello no pueden darse juntas la verdad y la belleza. Es el hábito de mirar o de escuchar lo que distingue a lo bello. La socialización en torno a un tipo de escucha crea el fenómeno de la belleza, que se fabrica con el objeto de generar distinción social, diferenciación, como diría Bourdieu enLa distinción : criterios y bases sociales del gusto”, crear un código clasista mutuamente aceptado y excluyente.

Si miramos a Occidente, durante su historia se han ido creando diferentes códigos precisos de ejecución y valoración de las sucesivas músicas cultas. Siempre bajo el patronazgo de la Iglesia y de la nobleza, después de la burguesía, la creación de unos patrones armónicos y estructurantes del sonido que frente a las otras músicas populares o vulgares, ofrecieran distinción social, la tramoya de un escenario admirado y admirable de grandeza y prestigio, reconocimiento y autoridad al poder que  representaba su papel sobre aquel escenario artificial de la belleza. Por esta razón la belleza tampoco puede poseer bondad, más allá de la que le aporten sus oyentes.

Pensemos, por ejemplo, en la arquitectura, esa “música congelada” que diría Novalis, y en la razón áurea (número de oro o proporción divina) como tradicional fórmula de ofrecer un orden bello a la ordenación del espacio arquitectónico a través de la modulación y descomposición armónica en el espacio, tanto de rectángulos, como de otras figuras geométricas. Muchas edificaciones canónicas poseen ese módulo estructurante, a la vez que multitud de hechos naturales se organizan en el espacio siguiendo esta razón reproductiva que tanta relación posee con la serie de Fibonacci. Como si esta norma o patrón estuviera grabada en nuestros genes y también en el espacio, la razón áurea poseería la virtud de conectar la experiencia estética con la verdad del universo, de similar modo a cómo las quintas pitagóricas fundirían la armonía sublime de las esferas celestes con nuestra virtud y nuestra común experiencia de la belleza. La política, la ética, serían como una suerte de armonía que el ser humano podría aprehender en sus relaciones profundas con las bellas artes.

Pero ha sido el hábito de captar inconsciente y reiteradamente la razón áurea de los espacios de autoridad o sacralidad, lo que ha creado artificialmente el canon cultural de la belleza asociado a este patrón arquitectónico. No son las chavolas, ni los arrabales, ni los chamizos o los barrios obreros, tan feos y horripilantes, los que se han estructurado con el patrón de la razón áurea, sino aquello que socialmente debía ser admirado, aquello que expresaba el poder del clero o la aristocracia, las iglesias, los palacios, las plazas céntricas y principales, los templos de la cultura o de las finanzas. La belleza como distinción, como arquetipo de la desigualdad, sublime e inaccesible, un modelo, un código de diferenciación, respeto y segregación.

El historiador Tim Blanning, en su libro “El triunfo de la música”, da cuenta de este fenómeno en el surgimiento del nacionalismo en Europa y cómo la música sirvió para potenciar este sentimiento en la unificación alemana e italiana, en el camino victorioso de la revolución francesa o las luchas independentistas tanto en Bohemia como en otras regiones de Europa:

Durante los siglos XVIII y XIX, no hubo nación que no llegara a pensar que debía tener música, a poder ser propia, como también debía tener una literatura y unas artes plásticas propias. Sin embargo, la música tenía la capacidad de expresar las aspiraciones nacionales de modo más directo que cualquier otro arte. (…) las naciones no existen hasta que no se las imagina. Como sólo un número muy pequeño de personas llegan a conocerse directamente, deben disponer de un modo que les permita pensarse como parte de la misma comunidad nacional. En este acto imaginativo primordial, la música desempeñó un papel de enorme importancia.

Que tantas músicas del romanticismo se hayan enarbolado como banderas políticas en la creación de nuevos Estados, en la expansión de tantas revoluciones, en el afianzamiento cultural de tantas estructuras estatales, que los propios compositores hayan sido cómplices de esta interpretación artística en favor de luchas concretas, no dota, sin embargo, a esas músicas de un componente intrínseco nacional o de un innatismo dotado de un sesgo político determinado. Repito, como ya manifesté en el anterior post, la música no significa nada por sí misma,  son los procesos de socialización en ella los que la dotan de significado, de potenciar sentimientos, ideas, comportamientos que ya existen en la sociedad y que la música, a consecuencia de su radical plasticidad, tiende a intensificar y sublimar. Y añadiría, de este proceso de catarsis en la música nace la belleza, no como un orden propio de la música, sino como la adecuación que la música concreta que se compone posee en relación con las ideas y sentimientos que sublima, a la vez que respecto a las estructuras cognitivas innatas de las que dependen las formas musicales que catalizan los sentimientos humanos.

La libertad exige la creación artística de fealdad. Baudelaire fue de los primeros poetas que así lo entendieron y lo expresaron. La necesidad de fabricar obras de arte al margen o en las fronteras de los cánones de belleza aceptados, y por tanto, de romper las distinciones sociales propias de cada época, e inexorablemente también, de crear nuevas diferenciaciones sociales en torno a esta nueva belleza. Lo definitorio de esta dinámica histórica reside en que cada nuevo código estético de distinción social, o sea, la belleza, no se genera de la nada, sino en consonancia o en pugna con los existentes en ese momento en la sociedad. Por ello, resulta imprescindible, para crear público o audiencia en torno a cada nuevo paso estético, que el nuevo código o patrón musical se genere en un entorno cibernético de aprendizaje social y que las reglas o normas de estas nuevas experiencias estéticas surjan en el magma de las antiguas, como prolongación, antítesis, negación o progreso.

El ruido no es un sonido aún no domesticado, salvaje. Quizás, como expresa tan oportunamente el pedagogo musical Fernando Palacios, “un ruido es un sonido de dudosa reputación musical”. El arte gusta de situarse en las fronteras, flirtea con los contrarios, su promiscua santidad le empuja a  coquetear con el orden con objeto de traicionarlo a la menor oportunidad. En esta dialéctica entre lo irreverente y lo noble se mueven las relaciones que la música mantiene con el ruido, o con la fealdad como sustancia también de lo bello.
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Un comentario sobre “+RUIDO

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  1. hola juan, soy ana diaz, he perdido tu número de móvil, recibí tu correo de despedida del ministerio de fomento, te contesté a la dirección de correo de fomento pero nada, mandame tu nueva ubicación plis. muchos besitos

    besitos,

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