Comer para pedalear
Existe un estrecho vínculo entre la salud y lo que se suele denominar nuestro estilo de vida: la comida, el ejercicio físico, el trabajo, las relaciones sociales, etc. Los alimentos cumplen un papel primordial más allá de su valor energético, ya que con ellos, y con el agua que ingerimos, el aire que respiramos y el sol, nuestro cuerpo humano metaboliza lo que precisa no sólo para mantenernos vivos, sino también sanos y poder acometer con garantías de éxito el esfuerzo requerido para desplazarnos a pie o montados en nuestra bicicleta.
La bicicleta nos exige energía, y que a través de la dieta le aportemos a nuestro organismo las sustancias requeridas para desplazarnos.Glucosa, vitaminas, grasas, oligoelementos, energías alternativas al petróleo que digieren los motores de explosión. Como afirma John Howard,
La bicicleta es un vehículo curioso. El pasajero es su motor.
El ciclista se convierte en el motor-viajero del futuro, en un nuevo ingenio orgánico que metaboliza la energía solar y la trasforma en movimiento. Los ciclistas y nuestras bicicletas, acoplados en un nuevo centauro tecnológico sostenible que nos obliga a mantener una reflexión consciente y radical sobre la nutrición. Una alimentación sana, energética, pero además, justa, para que el ejercicio físico que nos pide la bicicleta sea coherente con la lógica política, con la crítica social que estamos asumiendo cuando ejercemos la libertad y el reto de pedalear.
Pero lamentablemente, la mayor parte de los ciudadanos comemos con la justa moderación que nos exige el mantenimiento de la línea, y con apenas unas normas de restricción en relación con grasas o alcohol, solemos comer aquello que pudiéndolo pagar, además nos gusta. Sin embargo, una nueva realidad nos fuerza a ser un poco más exigentes con nuestra alimentación, porque la sección de alimentación de los supermercados, a semejanza de las parafarmacias, poseen sus estantes repletos de leches enriquecidas en calcio, fósforo, omega 3, semidesanatadas o desnatadas, bífidus, lácteos anticolesterol, cereales que aportan micronutrientes, complejos vitamínicos, etc. Este mercado frívolo y superfluo nos tienta con su oferta desmesurada, y parece que nos arrullara con la falacia de que si fuéramos capaces de elegir la mezcla adecuada de productos, y en virtud de sus virtudes podríamos alcanzar la salud propia de una vida sana. Por tanto, la economía de mercado alcanza también a los alimentos, y nos alienta para que nuestro presupuesto lo debamos administrar con rigor y así poder elegir lo más apropiado a nuestra salud, ejercicio físico y gustos culinarios. Porque parece que si la elección fuese la correcta, el dinero que nos gastamos en comida, independientemente de otros factores, nos podría aportar además de satisfacción, salud. O por lo menos, eso es lo que afirman las etiquetas y proclama su publicidad.
Esta nueva realidad nos fuerza a tener que meditar sobre lo que diariamente nos estamos metiendo en la boca, porque según parece no todo resulta igualmente sano, ni posee las mismas propiedades, ni tiene, por supuesto, el mismo precio. Aunque sólo sea para optimizar nuestro presupuesto dedicado a la alimentación. Pero también porque gran parte de las enfermedades que nos aquejan se las denomina enfermedades de la civilización, que aparecen estrechamente ligadas al modo de vida occidental: la arterioesclerosis, osteoporosis, diabetes, infartos de miocardio, obesidad, autoinmunidad, alergias, etc. Las de la pobreza son otras, y en gran medida las hemos alejado de nuestra cotidianeidad: cólera, desnutrición, enfermedades gastrointestinales, tuberculosis, malaria, parásitos, etc. Pero resultaría absurdo y de poco sentido común razonar, como hacen algunos en relación con nuestro modo de vida, considerando que las únicas opciones posibles son la pobreza o la civilización, morir de cólera, por ejemplo, o de un infarto, sin considerar que puedan existir otras opciones posibles, entre otras, evitar la arteriosclerosis sin tener que ser pobre. Y la bicicleta, en conjunción con otros cambios en los hábitos alimenticios, ayudaría a encontrar una tercera vía.
Se ha afirmado al respecto, que estas enfermedades de la civilización también se dan en otras sociedades, pero que por afectar en mucha mayor proporción a personas en edad adulta o anciana, apenas inciden en sociedades en las que la esperanza de vida es muy reducida. Al respecto, conviene aclarar dos cosas. En primer lugar, no es cierto que estas enfermedades no se produzcan en edades tempranas, ya que su acción comienza pronto, eso sí, agravándose con el paso de los años. Pero en las poblaciones no occidentalizadas, ni en tempranas edades se producen los primeros síntomas y señales. Realmente la esperanza de vida al nacer resulta hoy en día muy superior a la del pasado. Durante el paleolítico la mortalidad infantil era muy elevada, y las causas de muerte traumática y por infecciones también. Pero por lo que el registro fósil nos dice y lo que se comprueba al analizar los casos históricos y contemporáneos de sociedades similares a la paleolítica, la esperanza de vida, por ejemplo, a los 50 años, resulta muy similar a la europea, y por tanto, existen ancianos de similar edad a los europeos que tampoco han desarrollado estas enfermedades, ni que padecen procesos de envejecimiento similares a los occidentales: obesidad, tensión alta, resistencia a la insulina, osteoporosis, arterioesclerosis, etc.Enfermedades todas ellos que se agravan en proporción al escaso ejercicio físico realizado en nuestros desplazamientos y rutinas habituales. Parece evidente que el ejercicio sobre la bicicleta habrá que complementarlo con una adecuada alimentación, conseguir que las posibilidades de regeneración humana y social que despierta la bicicleta puedan desplegarse al máximo de sus posibilidades por haber sabido mejorar también nuestra nutrición.
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