La improvisación no consiste en inventar, sino en ofrecer una respuesta no automática ante un estímulo o una concatenación no programada o imprevista de acciones o hechos. La improvisación requiere de un preparación técnica y psicológica. En la raíz misma de las experiencias artísticas se ubica también el juego de la improvisación, que se traduce en una especie de fluir, de dejarse llevar en consonancia con un determinado formalismo o estilo.
Ayer asistí en el Conservatorio Superior de Música de Madrid al concierto que ofrecieron los alumnos de Carlos Galán de la cátedra de improvisación y acompañamiento. La experiencia realmente fue asombrosa, porque estos jóvenes y talentosos intérpretes nos ofrecieron a todos una lección de lo que significa ser un músico, una persona que con sólo su instrumento y en compañía de otros es capaz de crear e interpretar música en diferentes estilos de forma convincente y sentida.
Tocaron varias piezas de jazz, que es el estilo improvisatorio más conocido. Pero también improvisaron otras formas y estilos, sonatas del clasicismo, glosas del renacimiento, temas con variaciones, poemas corales, acompañamientos pianísticos a recitados de poesía y sobre ritmos y palos flamencos: soleares, malagueñas, tarantos, tientos, fandangos, etc.
Como nos explicó Carlos Galán, cada estilo musical posee su formalismo, sus estructuras, y el intérprete, cuando improvisa, lo que hace es reproducir de forma libre esas estructuras que ha estudiado, en las que previamente ha practicado y sobre las que a veces los grandes virtuosos han sabido también innovar. Por ello, cada obra improvisada posee el sabor especial e identificable del estilo al que pertenece. Resulta refrescante poder asistir a un concierto en el que los músicos no usan partituras, donde ni están leyendo notas ni tampoco están tocando de memoria.
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