Humanidad

Se dice que caminamos hacia la humanidad ciborg. ¿Humanidad? Llámenla como deseen. Se entiende, a pesar de la tosquedad del término, para referirse al ser humano mejorado tecnológicamente. Con objeto de incrementar nuestra eficacia física, o con el objetivo de retardar las consecuencias de la vejez, de ampliar nuestro espectro sensorial o capacidad mental, incorporar mecanismos tecnológicos entre nuestras fibras orgánicas con el fin de mejorar nuestro funcionamiento biológico.

Esto a muchas personas les repudia, les parecerá obsceno. Otras, en cambio, desearían haberse ya convertido en ciborg. Pensemos que el escenario no se circunscribe a incorporar sensores, hidráulicos, circuitos, sino también a poder alterar la genética humana, e incorporar drogas que perfeccionen el funcionamiento de ese cuerpo-máquina que el ciborg va a representar.

Materia prima fascinante para la ética, para un nuevo filósofo ciborg de la nueva humanidad, de esta realidad a la que nos encaminamos y a la que los nuevos intelectuales de la cibernética deberán nombrar con más propiedad. La Internet de las cosas, y junto con ella también la de las personas, imbricadas la materia y lo orgánico en una red de humanos, de utensilios, de androides, humanoides: una estructura pensante común a cosas y ¿hombres?, y gestionada por biohackers.

Pero les propongo que reflexionen sobre otra promesa de progreso francamente más fascinante: la catástrofe. Ya no sueño con ovejas eléctricas, mis fantasías distópicas me proponen lo contrario, que sean algunos de nuestros tejidos orgánicos los que acaben complementando las carencias de las máquinas, de los robots, de esos nuevos ingenios cibernéticos que tenderán  a convertirse en fines de si mismos. Piensen en ello. Que mi ojo despojado de mí sea capaz de transmitirle a un procesador la información de Las Meninas, por ejemplo, del grito de Munch, del violín de Vivaldi o la trompeta de Amstrong, y que la máquina procese estos datos, los incorpore a sus memorias de silicio ensambladas con neuronas extraídas de tu córtex y del mío, y elabore una respuesta, su respuesta, una decisión autónoma donde nuestros tejidos de carbono, la humanidad, nos habremos convertido en sus instrumentos: «Dios ha muerto, ¡Larga vida a la humanidad!»

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