«Por última vez«, relato publicado en la revista VIENTO SUR, en el número 61, mes de abril de 2002, páginas 89-93.
Antonio Crespo, editor de la sección de Literatura, afirmó lo siguiente: «… un relato que avanza atrapando al lector y que se cierra desvelando (¿o sólo desvelando a medias?) la sorpresa o zona de sombra o misterio que, desde el principio, se ha intuido. Porque lo que queda, el eco que retiene el lector, es una serie de preguntas, tal vez sin respuesta y una realidad que, por desgracia, conocemos bien: alguien que intenta llorar todo su dolor y su odio antes que los guardianes del desorden revienten una puerta y se lo lleven a rastras; una historia que sucedió en Seattle, en Génova … ¿Sevilla, Madrid? Y que sucede casi cada día, ante la indiferencia de tantos y siempre, siempre, por última vez».
Por última vez
Recuerdo las botellas de licor apoyadas en el espejo; el reloj de Nito en el gollete de la botella de coñac; en el reflejo, los estragos de mi última borrachera: Tina y yo bailando en un cementerio de botellas al otro lado del espejo. Un poco antes escuché el cierre metálico de la caja registradora donde Tina acababa de cobrar a los mecánicos del garaje. Miré detrás de las botellas y de su melena la mesa recién abandonada; copas de coñac mediadas, ceniza, el mantel rasgado y decorado con obscenidades, arrugado y comido en los bordes. En ese momento entró. Yo me fijé, sobre todo, en la cara de Tina porque de él tan sólo vi su reflejo fugaz en el cristal entre las botellas, también su espalda poco antes de irrumpir en el servicio, su mochila de colores. Nito había notado la confusión del chaval al querer usar el retrete de señoras. En aquel instante no advertí el sonido del pestillo. Pero a nadie le importó esto, menos aún a los policías. Sin embargo, ahora sí puedo recordar nítidamente el ruido del cerrojo, y sobre todo, un silencio largo mientras paladeaba mi coñac.
No preguntaron. Rompieron la puerta a patadas, lo sacaron con los pantalones aún prendidos de los pies, lo arrastraron por todo el bar y se lo llevaron. No consigo recordar si alguien habló. Me sorprende; no hubo gritos, ni quejas. Sin embargo, apenas se marcharon, Nito salió gritando de la cocina “¡Pero qué pasa aquí!”. Inútil, ya habían desaparecido y yo sólo pude verlo como un sueño tras el azogue, un gesto y un reflejo en los ojos de Tina.
Al día siguiente vinieron los carpinteros. Cuando le preguntaron a Nito si quería factura, asintió. Era la primera vez, y Tina y yo nos reiríamos muchas veces recordando cómo se la guardó en el bolsillo trasero del vaquero, porque aún espera la contestación del Ministerio del Interior a su florida carta de protesta. Cuando el orujo le enrojece los mofletes y advierte nuestra risa le oigo musitar todavía, aunque hayan pasado ya unos meses, “pobre chico”.
Aquel día tuve miedo de encender la tele. Regresé a casa temprano. Ni Tina ni Nito quisieron continuar la tertulia como otras veces. Algo se había alterado entre nosotros. Yo no lo noté entonces, sino precisamente cuando iba a encender la televisión y no me atreví. Como un fogonazo vi al chaval, su imagen arrastrada por el local, y temí verle en la pantalla transformado en noticia, con su nombre, su causa, un motivo para haber estado a las cuatro de la tarde en el bar de Nito con los pantalones bajados detrás de una puerta de cartón cuyo pestillo nunca funcionó. Ahora veo claro nuestro egoísmo, nadie protestó. Nito y Tina sentían vergüenza, por ello no quisieron seguir charlando. Yo la sentí luego, cuando iba a accionar el botón del mando y no pude; sentado enfrente de la pantalla me veía en ella amedrentado y confuso, como si el chico también estuviera ahí, pero no pudiera verle por estar tan oscuro; tan fácil hubiese sido encenderlo, abandonar el terror con un leve movimiento de mi dedo. No lo hice.
Una semana más tarde supe lo de la mochila. Entonces no pude entender sus razones. No me dijeron nada. Tampoco me lo ocultaron. La dejaron debajo de las botellas, pero yo no la advertí hasta que el chaval entró y la pidió, “vengo a por eso, espero que no falte nada”. La abrió y extendió delante de todos su contenido. Los mecánicos se levantaron y vinieron a mirar. Una revista arrugada, su carnet de identidad, la funda de las gafas, las gafas, un bocadillo envuelto en papel de aluminio y en una bolsa de plástico, no recuerdo más, quizás un libro. “Te han zumbado, eh”. Lo metió todo y excusó tomarse la cerveza que Nito le ofreció.
Los acompañé al garaje. “¿Habéis visto la ceja?”. El carburador estaba roto. Me buscarían otro en un desguace. “ Y cojeaba un poco”.
Me encaminaba de nuevo al bar y me sorprendió la coincidencia de la hora. Parado ante la puerta volví a descubrir la mirada escurridiza de Tina. No me gustó y salí a la calle. Pero hasta que no llegué a casa y me senté delante del televisor apagado no advertí lo extraño de no haber mirado de frente, ninguna de las dos veces, la cara del chico: para mí sólo era un reflejo y una foto en un carnet.
Estaba desayunando y se fue la luz. Como un troglodita me afeité a navaja iluminado por una vela. Me sorprendió la llama perdiéndose en infinitas imágenes cada vez más pequeñas cuanto más lejanas en la oscura perspectiva. Esa pequeña luz en el fanal de mi cuarto de baño me dejaba aislado, sin las referencias cotidianas de la radio o de la maquinilla eléctrica. Hasta mi cara parecía de otro, atravesada por sombras y reflejos fluctuantes. Allí volví a recordar al chico vejado por los policías. No el instante de entrar, correr, cerrar y salir arrastrado; tampoco la inquietud sobre su destino en comisaría, sino las probables causas de todo ese suceso. Sin haber pensado en ellas durante toda la semana el episodio parecía olvidado, voluntariamente abandonado en el baúl de las pertenencias de algún muerto querido, por temor a despertar y dar vida a la memoria y a la vergüenza: el chico, su imagen desfigurada en la mugre del espejo, y sobre todo, la mirada de Tina, formaban un magma aquietado por la desidia, pero irremediablemente activo a partir del momento en que la luz se fue y me quedé atónito ante ese extraño recién afeitado. Cómo fue posible no haber querido indagar en la razón de esa persecución y en especial, haber aceptado sin dudas el hecho de la detención.
La nueva puerta del cuarto de baño de señoras, hasta entonces inadvertida, pasó a convertirse en testigo de aquella violencia, porque fue esa mañana en el bar, tomando las tostadas imposibles de hacer en casa, cuando advertí su color diferente a la de caballeros. Ese leve tono distinto del barniz o de la propia madera fue transformando mi bar, y sobre todo, mi trato con Tina y con Nito, en una relación cada vez más extraña. Las palabras, tan fáciles en el pasado, empezaron a hastiarme, y a pesar de las risas, los amigos, esos momentos entrañables tras unas cuantas copas de coñac, el recuerdo cargante de aquello, ante la presencia de esa puerta tan nueva, me fue oprimiendo hasta hacer cada vez más difícil preguntarle a Tina por aquella mirada, a ambos, por qué no me habían hablado de aquella mochila.
A nadie parecía importarle si aquel chaval apenas entrevisto no había sido un delincuente, quizás no estuviera huyendo después de haberle quitado la radio a un coche, o de haber pretendido robar un bolso; a mí todo aquello que aseguraban los mecánicos no me importaba porque yo sentía simpatía por él, y cada vez más odio hacia Tina y su ostensible silencio en aquellas conversaciones mientras abría el grifo y empezaba a lavar cacharros. Yo observaba el reflejo de sus manos demoradas en cada plato o sartén, su pelo recogido en un moño alto y me preguntaba por aquel secreto guiño a los policías, aquel gesto sólo advertido por ellos y desgraciadamente también por mí, casi imperceptible en aquel momento, pero cada vez más palpable y amargo en el gesto de abrir nuevamente el grifo durante aquellas conversaciones. Todavía no he sido capaz de decir nada, de preguntar, aunque fuera con tono irónico, para saber algo más, sin embargo, ellos saben, yo lo detecto en cientos de matices y quizás en algún momento, dentro de algún tiempo, termine por abandonar el bar para siempre. Pero si no lo he hecho todavía y fui capaz de volver tras regresar del hospital hace unos días, más bien he de admitir mi presencia necesaria en la barra, junto a la puerta nueva del aseo y frente al espejo.
Continúan admitiendo la necesidad de esa detención, a pesar de desconocer los hechos, pero el acto de huir ya justificaba la persecución hasta nuestro bar y a través de la puerta. Jamás pretendieron saber más; eso bastaba para aprobar esa violencia fortuita. Por desgracia para mi sosiego, yo únicamente podía ver el suceso aislado en la urna impermeable del bar; un chico indefenso y unos gorilas avasallando, sin conexión con sucesos externos o anteriores a los observados en aquellos precisos instantes. Sin embargo, me importaba lo ocurrido con anterioridad, no porque mi juicio sobre el dolor del chico fuese a cambiar por ello, sino por el deseo iluso de reconciliarme con Tina, a pesar de no haber existido discusión alguna, a sabiendas de que el cabal conocimiento de los hechos sería inútil, porque aquel guiño de Tina a los policías había surgido precisamente en el desconocimiento de los actos del chico antes de irrumpir en nuestro bar.
He vuelto. Tres días hospitalizado. Me preguntaron y no mentí. Me habían dado una paliza. Me faltaba un diente. Desconocía si iba a decirles quién me la dio, pero no hizo falta mentir porque Tina, precisamente ella, afirmó que habrían sido unos gamberros, y cuando todos la miramos, continuó diciendo, “como ese chaval al que cogieron aquí”. Yo me reí y todos la creyeron. Fue así de fácil. No hizo falta decir nada más. Si volví al día siguiente, si lo soporté, puedo afirmar ahora que sin duda habrá una próxima vez.
Cualquier día a Nito se le escapará una frase. Quizás sea la espera de ese momento lo que en verdad me obliga a volver todos los días y casi emborracharme con Tina, frente a frente en el mostrador, mientras contemplo cómo mi cara cada vez se parece más a ese extraño que un día se afeitó a la luz de una vela. En realidad, no necesito la confirmación de Nito. La obtendría fácilmente quedando un día a solas con él en cualquier parte. Porque Nito, a lo ocurrido, no le sabe dar valor. Yo no desconozco la realidad de los hechos. Tampoco deseo confirmar nada. Espero, tan sólo, para poder observar el gesto de Tina, sobre todo sus ojos, cuando se encuentre ante esa realidad vergonzante que rehuye: confirmar, por la frase inadvertida de Nito, y mi velada reacción, que yo siempre lo supe.
Lo del hospital no fue un accidente, tampoco una enfermedad. En verdad sólo hubo un hecho del todo fortuito, coincidir en el centro con una manifestación. Me adentré en ella sin demasiada pasión. A mi alrededor todos gritaban, resulta comprensible, protestaban por algo y habían tomado la calle, pero todavía hoy desconozco sus exigencias. Puede resultar sorprendente, pero en aquella masa vociferante encontré la soledad y acabé de confirmar lo temido tantas veces desde aquel día, cuando el chico fue golpeado en nuestro bar, el falso andamiaje de nuestra amistad puesto de relieve en aquel discreto gesto de Tina. Por eso, cuando vi delante de nosotros el batallón de antidisturbios, no pude reprimir el dolor ante el hecho de no ser capaz de anular aquel instante de mi memoria, algo tan pequeño, pero tan relevante como una traición, aquel guiño en dirección al aseo de señoras.
Ese muro entre Tina y Nito, y yo, era como el de los policías delante de nosotros, una provocación al sentido de mi vida. Sus ojos ocultos tras la visera del casco me incitaban a la violencia, porque no era humana aquella mole de carne impidiendo el paso con sus porras y fusiles. Tampoco nosotros lo seríamos, una serpiente más animal que humana reptando y rompiendo las calles.
Levantamos y dimos la vuelta a un coche. La gasolina se derramó. Alguien tiró su cigarrillo contra aquel líquido arco iris y un reguero de fuego y humo negro se extendió perpendicular a la calle. Agarré una valla metálica y la arrojé contra las patas de un caballo. Gemía en el suelo y ese único gesto de dolor animal hubiera bastado para detenerme, pero alguien me golpeó por detrás y empecé a correr intentando seguir a la gente, mientras un venero que creí de sudor resbalaba por mi mejilla y teñía mi camisa. Entré en una cafetería cargada de humo, donde sólo pude ver a los camareros detrás del mostrador, también algunos ojos sorprendidos, y me abalancé hacia el fondo. Cuando llegué ante las puertas de los aseos me detuve ya totalmente sereno. Recuerdo mi sonrisa y la señora de perfil con su sombrilla y el miriñaque. Abrí la puerta, la cerré con el pestillo, me bajé los pantalones e intenté cagar y llorar todo mi dolor y mi odio, antes de que alguien finalmente reventara la puerta.
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