«Se nos ha enseñado a aceptar la obediencia como algo natural, consustancial a la existencia misma de cualquier sociedad ordenada. Los trabajos de M. Weber resumen claramente todo el material de justificación de la obediencia generado por la Ilustración para sustituir la legitimidad divina o del carisma por la del asentamiento o el contrato. Se entiende que la democracia occidental asienta la legitimidad de la que se irroga el poder para exigirnos a todos la obediencia a la ley, en la doble llave del formalismo procedimental –la regla de la mayoría– y de la declaración formal de los derechos humanos contenidos en sus textos constituyentes. Sin embargo, tal justificación de la obligatoriedad de la obediencia al Derecho no agota todos los ámbitos donde el poder, no sólo político, sino también mediático o económico, nos está exigiendo acatamiento, sumisión y obediencia».
Las protestas contra la crisis económica, contra la forma en que se ha producido y las pretendidas soluciones que se adoptan, convierten a la desobediencia civil en un instrumento pertinente para la lucha política en busca de una democracia sana en la hayamos podido extirpar a los corruptos y a los plutócratas. «La carga de la prueba: poder, deserción y desobediencia« fue publicado en el año 2002, en plena guerra del Bien contra el Mal, y por ello, su contenido pudiera ser útil también para las luchas que se avecinan. Fue editado en la revista VIENTO SUR, en el número 66, mes de diciembre de 2002, páginas 69-74.
La carga de la prueba: poder, deserción y desobediencia
La coartada de la obediencia debida extiende su sombra exculpatoria sobre gran variedad de actos, no únicamente sobre los crímenes cometidos por militares en cumplimiento del deber, sino también sobre otras decisiones cotidianas ejecutadas igualmente por los últimos peones de la economía, de las finanzas o de la política: el dependiente de los grandes almacenes, la cajera del banco o el policía del barrio, esos últimos eslabones de la cadena de mando que nos desarman con el consabido “yo no tengo la culpa, sigo las instrucciones del jefe”, respuestas parecidas a las disculpas del pequeño torturador cuando justifica sus actos, ante la posteridad y ante su propia conciencia, en el deber de obediencia al superior: si no está de acuerdo, quéjese a la dirección.
La coartada opera como un símbolo cómplice de la común opresión a la que emisor y oyente nos sometemos, ya que el puesto, a éste o al otro lado de la ventanilla, lo intercambiamos con excesiva frecuencia a lo largo de nuestra jornada de trabajo o de ocio, ya sea como brazos ejecutores de un orden superior y ajeno, o como víctimas de él. Gracias a este juego de rol cotidiano, y sin embrago, siniestro, pocas personas nos sentimos miserables, por esta capacidad tan eficaz y ambigua de trastocarnos en víctimas o verdugos según las circunstancias
El drama de la conciencia individual enfrentada a la ley, imagen reiterada de la desobediencia civil a lo largo de la historia, resalta la imagen heroica del individuo enfrentado al poder, pero oculta estas otras infinitas obediencias debidas con las que se amasa nuestra opresión cotidiana. Nerón destaca como villano de la historia. Sus leyes y sus mandatos brillan como pretextos paradigmáticos de la rebelión justa contra la tiranía. El cristiano, y posteriormente, el liberal, dotados respectivamente de alma y de “yo” pensante, necesitaron blindar su conciencia contra ese poder cuyas normas u órdenes pudieran ser contrarias a su salvación u opinión. La desobediencia contra las normas injustas y el derecho de rebelión simbolizan en la historia esos últimos reductos de libertad contra el tirano o el Estado injusto. Se ha creado así una imagen desleída de la desobediencia civil, demasiado subjetiva, y por tanto, vinculada al individuo que amasó la democracia liberal: el dandy despreocupado de la necesidad de comer o de trabajar para vivir, ahíto de autoestima y carente de escrúpulos sociales, convertiría su pasión por la autonomía en armadura contra la injerencia de los demás en su propia vida; en suma, la desobediencia como arma política de lucha contra la opresión y la injusticia, convertida, al socaire de la filosofía política liberal, en forma efectiva de protección de individuos autónomos satisfechos contra todo acto capaz de alterar el statu quo imperante[1]. Despojada de su carácter crítico y sedicioso, de su eminente índole social más que individual, la desobediencia civil ve pervertida su verdadera potencia liberadora al querer asimilarla a los restrictivos conceptos del derecho al disenso, a la disidencia o al laissez fair[2]. Nadie mejor que el propio Kant ha expresado tan descarnadamente la libertad a la que aspiraba la Ilustración y el liberalismo: “razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced”[3].
He aquí las figuras míticas de la desobediencia civil: jóvenes contra la guerra del Vietnam, negros contra la segregación, Gandhi y la no violencia, mujeres sufragistas, pacifismo contra armas nucleares. Símbolos nobles de la lucha contra la injusticia interpretados y fagocitados por la filosofía liberal bajo las siguientes coordenadas: actos ilegales no violentos ejercidos por sujetos que aceptan voluntariamente el castigo con el objetivo de alterar la legislación o las prácticas gubernamentales por medio de la presión a la opinión pública[4].
Ésta es la única desobediencia que se acepta. La democracia oficial estaría dispuesta a reconocer la desobediencia siempre que se dieran estos requisitos, pero sólo en muy contados casos: legalización de la objeción de conciencia, perdón a los insumisos o inclusión de la huelga como derecho constitucional reconocido por los países formalmente democráticos. Como si todos los desobedientes pretendieran el absurdo de ver reconocida legalmente su postura con generalidad por medio de un irracional y abracadabrante derecho a la desobediencia. La desobediencia puede recurrir al derecho como forma de lucha, pero no debería quedar reducida a una batalla jurídica de despachos[5], porque la desobediencia civil se sitúa, por su misma esencia, más allá de lo ilegal, lo alegal o lo paralegal. Ya que pretende ser un verdadero acto fundacional o constituyente de una sociedad nueva, la desobediencia encuentra un mejor engarce bajo condiciones de prelegalidad, es decir, en esos actos de fuerza, de creación de nuevos campos de poder alternativos a los existentes, que han precedido a los cambios revolucionarios a lo largo de la historia. Cambiar las dinámicas, hacer evidentes las contradicciones, crear nuevos discursos, en estos ámbitos la desobediencia, como otros actos de fuerza, encuentra su mejor sentido y utilidad para alterar la estructura de poder existente[6].
Se nos ha enseñado a aceptar la obediencia como algo natural, consustancial a la existencia misma de cualquier sociedad ordenada. Los trabajos de M. Weber resumen claramente todo el material de justificación de la obediencia generado por la Ilustración para sustituir la legitimidad divina o del carisma por la del asentamiento o el contrato. Se entiende que la democracia occidental asienta la legitimidad de la que se irroga el poder para exigirnos a todos la obediencia a la ley, en la doble llave del formalismo procedimental –la regla de la mayoría– y de la declaración formal de los derechos humanos contenidos en sus textos constituyentes[7]. Sin embargo, tal justificación de la obligatoriedad de la obediencia al Derecho no agota todos los ámbitos donde el poder, no sólo político, sino también mediático o económico, nos está exigiendo acatamiento, sumisión y obediencia.
Foucault[8] destacó la ubicuidad de los procedimientos empleados por el poder. Más allá de los instrumentos legales y de sus prohibiciones, todo un arsenal de sutiles manipulaciones que los poderosos emplean para someter voluntades y convertir a los ciudadanos en sujetos activos garantes del orden: más que prohibiendo, el poder, en las sociedades modernas, se expresa por su capacidad para incitar comportamientos específicos. Porque el sistema capitalista necesita, para perpetuarse, agentes activos que hayan interiorizado determinadas pautas de comportamiento y necesidades vitales[9]. No de otro modo podría mantenerse un sistema que no sólo nos exige el sometimiento a la ley, sino también la voluntad de consumir, acumular o trabajar por un salario. Por tal razón, cabría situar la desobediencia no sólo en la órbita de la ley, por ejemplo, contra todos aquellos mandatos que prohíben u obligan a pagar impuestos o realizar el servicio militar, sino también contra todas aquellas estrategias de poder que utilizan la coacción en el trabajo, la manipulación de la información, el adiestramiento educativo o la violencia legal y legítima para transformar a los ciudadanos en siervos cuyos derechos, tan sólo reconocidos formalmente, nunca se cumplen efectivamente.
Nos decía Rousseau[10] que la ley fue creada por los ricos para defenderse de la mayoría a fin “de convertir a sus adversarios en defensores suyos”. Pero no sólo la ley, sino también toda una serie de prácticas de adiestramiento, manipulación y de coacción, de terror en algunos casos, útiles para torcer las conciencias y conseguir que los ciudadanos asuman valores útiles para otros[11]. La desobediencia debería buscar su orientación política en todas estas tácticas que el poder emplea con el fin de torcer voluntades y de provocar comportamientos útiles para consolidar su orden y para mantener el llamado equilibrio social. En este marco se insertan las obediencias debidas que todos padecemos y hacemos padecer a diario, en la aceptación y convencimiento de que tales estrategias del poder, aceptadas irracionalmente por puro temor, coacción o manipulación, ayudan a la estabilidad y al orden, y evitan esa anarquía tan peligrosa de los instintos y del derecho natural cuyos pavores fueron tan certeramente inventados y recreados por Hobbes y otros apologetas del Leviatán, del Estado y del pacto.
La desobediencia surge del espíritu de rebeldía ínsito en el ser humano, de esa indignación que aflora incontenible ante los actos manifiestos de injusticia[12]. Encorsetar a la desobediencia en la urna de las interpretaciones jurídicas, o en el debate académico en torno a las definiciones de violencia o de legitimidad, vicia el profundo significado político de todos aquellos actos de insumisión o rebelión que hacen patentes y evidentes la irracionalidad e injusticia del sistema capitalista rabiosamente “libertario” que a tantas personas hace sufrir en el mundo. Cuando la producción no se autogestiona[13], cuando la democracia no penetra en el acto de creación material, el contrato libre entre partes sobre el cual se levanta la arquitectura de nuestras democracias formales resulta irrelevante, porque dicho contrato social se estará produciendo entre partes sometidas a una estructura jerárquica de mando y de manipulación, de poder ilegítimo[14]. Por ello, la desobediencia como forma de lucha contra la dominación y contra la injusticia, no debe dirigirse sólo contra las normas legales, o las prohibiciones estatales, contra las decisiones gubernamentales, sino contra todo acto manifiestamente injusto que perpetúe la asimetría en el reparto del poder. Sobre todo, en una época, como la actual, en la que los poderosos desertan de los ordenamientos jurídicos que ellos mismos nos dieron o pactaron en ciertos momentos históricos de debilidad.
Recuérdese que la ética o el derecho surgieron en el lenguaje de los débiles, de los oprimidos, de aquellos que se levantaban indignados y gritaban “¡no hay derecho!”. Ellos fueron y siguen siendo los creadores de las palabras y de las frases alrededor de la justicia o de la equidad. Pero esta verdad no nos resulta diáfana a todos, por lo acostumbrados que estamos a ver el derecho convertido en cachiporra de los poderosos. Pero, ¿cómo conjugar ambas realidades? Quizás trayendo otro hecho manifiesto: la continua apropiación y progresiva tergiversación, por las personas y grupos sociales que históricamente han provocado la opresión y el dominio, de aquellos conceptos y palabras fraguadas en el submundo de la explotación contra las injusticias padecidas. Porque la adopción, por parte de los explotados, de la ideología y de los valores de los poderosos ha coincidido, paradójicamente, con la profanación, en su propio provecho, del lenguaje de los débiles definiendo la justicia y el derecho. Entendemos así mejor por qué la ley sirve al poderoso, pero también cómo en ciertas interpretaciones de la ley el débil encuentra a su vez cierta protección, pero sobre todo, por qué los poderosos han deseado siempre ordenar con leyes el mundo, a la vez que intentaban, en el colmo de la desfachatez, no cumplirlas: crear un mundo predecible y bien atado donde ellos pudieran moverse con entera libertad.
La ley ha sido establecida por el poder con la pretensión de violarla, para desobedecerla arbitrariamente. La garantía de los derechos formales contenidos en las constituciones no se materializa automáticamente, sino que su reconocimiento real depende del equilibrio de fuerzas o de poder existente en cada momento histórico en el seno de la sociedad. A más equilibrio, mayor igualdad en el cumplimiento de la ley por parte de todos, o similares incumplimientos consentidos. Pero cuando las dinámicas sociales y económicas provocan fuertes asimetrías en el campo de fuerzas del poder social, entonces las minorías agraciadas podrán obtener, si saben aprovecharlo, mayores garantías para sus derechos en detrimento de los del resto de la sociedad. A este último proceso estamos sometidos en la actualidad como consecuencia inevitable de las políticas neoliberales, en contraste con la escasa efectividad de la lucha social en defensa de la garantía de nuestros derechos. Se produce así, de forma cada vez más perversa y radical, la deserción de los ricos, es decir, el abandono de aquellas limitaciones, normas y comportamientos a los que deberían haberse sometido progresivamente para que todos hubiéramos podido avanzar hacia una sociedad cada vez más justa e igualitaria. Y contra ellos y contra estas dinámicas, los actuales movimientos sociales plantean la desobediencia civil como arma beligerante útil para alterar el desequilibrio progresivo de la balanza. ¿Pero qué tipo de desobediencia? Por supuesto, no sólo la aceptada por el liberalismo a lo largo de su historia reciente, sino otra de una especie acorde con el reto desertor lanzado por los poderosos de hoy.
Los ricos desertan de los servicios públicos, los denigran y allá donde poseen influencia o capacidad de comunicar, los atacan vehementemente con la intención de verlos desaparecer, con el doble objetivo de pagar menores impuestos y utilizar, su elevado poder de compra, para financiar su propio sistema de salud, transporte, educación, seguridad, agua, etc. La garantía de los derechos humanos no puede darse si con universalidad no se satisfacen las necesidades básicas de la población. Por esta causa, la deserción de estas minorías privilegiadas bajo el pretexto de la defensa de su libertad de elección, constituye un atentado contra la democracia y los derechos de la mayoría. Resultaría, por tanto, justo y acorde con la naturaleza de su huida, que los ciudadanos nos rebeláramos desobedeciendo todas esas políticas que representan una traición a los principios en los que se basa la garantía de nuestros derechos. Ocupaciones de suelo, tierras o viviendas no utilizadas; impago de las facturas del agua o del teléfono a las empresas recién privatizadas que operan en régimen de monopolio; luchas y campañas contra los servicios pretorianos de seguridad privada; utilización libre de comunicaciones, de redes y de vías y de medios de transporte de uso restringido, etc. Es decir, una desobediencia civil que resulta legítima no únicamente porque las normas o políticas atacadas o desobedecidas estén atentando contra nuestra conciencia de individuos autónomos, sino una desobediencia ampliada contra todo acto público o privado que dificulte o entorpezca el logro de la igualdad o de la justicia social.
Pero los poderosos también desertan de la protección de los llamados bienes comunes, es decir, de aquellos elementos ambientales, patrimoniales, culturales y científicos que tradicionalmente habían sido considerados propiedad de la humanidad y no sujetos, por tanto, a la posibilidad de apropiación privada[15]. Estos expolios constituirían también nuevas justificaciones para desobedecer con objeto de evitar su mercantilización o su destrucción. Impactos ambientales que destruyen los equilibrios vitales del planeta y que someten, a las poblaciones más vulnerables, a la pobreza, la emigración, la enfermedad o la muerte. Apropiación de la biodiversidad por empresas farmacéuticas y de biotecnología; de la cultura y del saber técnico y científico, por grandes monopolios que operan salvaguardados por las nuevas legislaciones sobre derechos de propiedad intelectual; en fin, privatización del saber, de un conocimiento y de una cultura fraguadas históricamente en un ambiente de cooperación y de transparencia, de libertad, y sobre la que los poderosos desean ejercer derechos de propiedad exclusivos en contra de la mayoría de la población. Contra ellos, también serían legítimas otras desobediencias alternativas a las consideradas aceptables por el liberalismo: luchas ecologistas y ciudadanas contra la destrucción del patrimonio natural como consecuencia de la construcción de presas o carreteras, contra las centrales nucleares, los vertidos tóxicos o las actividades industriales peligrosas. Pero también desobediencia contra el uso exclusivo de las patentes, o contra las restricciones impuestas al libre flujo de la información digital, ya sea contra las prohibiciones de copiar discos compactos de música, como las impuestas al libre uso de programas de ordenador, obras literarias, películas y programas de televisión. Por esta razón, la piratería informática o musical representaría un instrumento de lucha legítimo en respuesta al robo programado e intensivo que de los bienes comunes y públicos viene realizando el capital durante los últimos años.
Esas obediencias debidas estipuladas por aquellos grupos que desertan de las obligaciones democráticas y por las cuales somos utilizados en el trabajo para coartar las libertades de nuestros semejantes, también ofrecen una campo fértil para la desobediencia civil. El marco contractual privado en el que se realizan estas actividades laborales dificulta mucho, no cabe duda, que la cajera del hipermercado, el revisor del tren, o el guardia de seguridad, se rebelen contra ciertas instrucciones inmorales o ilegítimas. Pero un primer paso en el camino hacia la rebeldía sería empezar a cuestionar esa ética bondadosa y acrítica del trabajo bien hecho y de la actitud servil o agradecida para quien ha tenido la cortesía de contratarnos, como si tales pactos, realizados la mayor parte de las ocasiones en desiguales condiciones de poder negociador, pudieran ser considerados libres y justos, y por tanto, sometidos al deber ético de cumplimiento por parte del sujeto explotado.
A este orden de actitudes desobedientes pertenecen los tradicionales instrumentos de lucha aplicados por el movimiento obrero a lo largo de su historia. Ni los manuales de teoría política, ni las obras más conspicuas que tratan el tema de la desobediencia civil, consideran las huelgas, las destrucciones de maquinaria de los ludditas, los sabotajes, las ocupaciones de tierras y de fábricas, materializaciones también de la desobediencia civil, como si el derecho de propiedad y otros derechos del capital y de los poderosos debieran quedar al margen de las luchas por la libertad o la no dominación. Queda una interesante y necesaria labor de reconstrucción teórica y práctica de este campo tan fértil de la desobediencia civil. Volver a conectar con aquellas luchas obreras, legitimarlas, recobrarlas y adaptarlas a las nuevas condiciones sociales para crear, con imaginación y alegría, nuevos instrumentos de lucha en el camino hacia la liberación. Actos desobedientes que no sólo niegan, sino que sobre todo desean afirmar entornos de libertad, reconstruir espacios de diálogo y de participación allí donde las exigencias de los mercados libres desean imponer sus pretensiones más injustas.
[1] Se ha escrito prolijamente sobre la relación entre la ley y la ética. F. González Vicen sintetiza, en esta conocida frase, quizás la apuesta más radical “mientras no hay un fundamento ético para la obediencia al derecho, sí hay un fundamento ético absoluto para su desobediencia” (“La Obediencia al Derecho”, en Estudios de Filosofía del Derecho, Universidad de La Laguna, 1979). Muchos años antes T. Hobbes dijo, por contra: “(…) los reyes legítimos hacen justas las cosas que mandan sólo por el hecho de mandarlas; y hacen injustas las cosas que prohíben, sólo por el hecho de prohibirlas (…) si a mí se me manda hacer algo que es pecado en quien me lo manda, y yo lo hago, y el que me manda es con derecho mi señor y rey, entonces yo no cometo pecado alguno” (De cive, Alianza Editorial, 2000, p. 197-198). ¿Cabe alegato más intenso a favor de la obediencia debida y de la disgregación de la conciencia en la ley?
[2] Véase, por ejemplo, J. Muguerza. “La obediencia al derecho y el imperativo de la disidencia (una intrusión en un debate)”, Sistema, nº 70, 1986, p. 27-40.
[3] I. Kant, et. al. ¿Qué es la Ilustración?, Tecnos, Madrid, 1989, p. 25
[4] Existe literatura abundante al respecto. Puede consultarse: E. Garzón Valdés. “Acerca de la desobediencia civil”, Sistema, nº 42, 1981, p. 79-92. X. Etxeberría. Ética de la desobediencia civil. Cuaderno Bakeaz, nº 20, 1997. J. F. Malen. Concepto y justificación de la desobediencia civil, Ariel, 1988.
[5] Consúltense los intentos de J. Rawls. Teoría de la justicia. Fondo de Cultura Económica, 1979 y R. Dwonkin. Los derechos en serio, Ariel, 1997, por hacer compatible el derecho de las democracias formales con cierto tipo de desobediencia, que podría denominarse jurídica, en torno a la interpretación de la ley.
[6] J. L. Cohen y A. Arato. “Desobediencia civil y sociedad civil”, en Sociedad civil y teoría política. Fondo de Cultura Económica, 2000.
[7] Sobre la legitimidad de la democracia para hacer obedecer sus normas a los ciudadanos, puede consultarse P. Singer. Democracia y desobediencia, Ariel, 1985. Y también, E. Díaz y J. L. Colomer (eds) Estado, Justicia, Derecho, Alianza Editorial, 2002.
[8] M. Foucault. La voluntad de saber. Siglo XXI editores, 1987.
[9] L. Boltanski y E. Chiapello. El nuevo espíritu del capitalismo, Akal, 2002.
[10] Rousseau. Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, Tecnos, 2002, p. 179.
[11] R. Sennett. La autoridad. Alianza Editorial, 1982.
[12] A. Camus. El hombre rebelde. Alianza editorial, 1982.
[13] C. Castoriadis. La exigencia revolucionaria. Acuarela libros, 2000.
[14] Sobre el pacto social, origen de la convivencia según el liberalismo, puede consultarse las disímiles interpretaciones de J. Locke. Segundo tratado sobre el Gobierno civil, Alianza Editorial, 1994; y D. Hume. Ensayos políticos, Tecnos, 1987.
[15] Esta deserción de los bienes comunes la realiza el capital desde los orígenes de la Era industrial, cuando la política inglesa de privatizar los commons (bienes comunales) se extendió a todos los países también interesados en el desarrollo capitalista. Desde entonces, la privatización de lo común y la socialización de los perjuicios del progreso, se ha acelerado y extendido sin descanso.
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