Diría Garcilaso de la Vega a orillas del Tajo:
por desusada parte
y por nuevo camino el agua se iba;
ardiendo yo con el calor estiva,
el curso, enajenado, iba siguiendo
del agua fugitiva.
En el año 2000 el Partido Popular inició la tramitación del segundo Anteproyecto de Ley de Plan Hidrológico Nacional, nada menos que 15 años después de la publicación de la Ley de Aguas. Como dijo en su día el escritor-ingeniero Juan Benet, nuestros políticos, desgraciadamente, aún siguen “…alimentando ese apetito de espera mesiánica que parece ser el fundamento de religiones, creencias ocultas y planes hidráulicos”. El 13 de julio publiqué en el periódico EL CORREO ESPAÑOL del País Vasco el artículo de opinión titulado «El agua fugitiva«, una crítica de las políticas del agua llevadas a cabo durante los últimos años.
También puede consultarse: «El plan invisible».
El agua fugitiva
El anhelo de la política del agua en nuestro país consiste en la aprobación lo antes posible de algún tipo de Plan Hidrológico Nacional. Éste es el gran tema recurrente de nuestra política hidráulica, siempre a punto de aprobarse, demorado constantemente. En un entorno legal que convierte el agua en bien de dominio público de titularidad estatal, la planificación deviene necesaria, pues de qué otro modo se podrían repartir las aguas en nuestro país si no a través de decisiones puramente administrativas derivadas precisamente de no ser las aguas bienes privados apropiables por las fuerzas del mercado. Pero desgraciadamente nuestros políticos aún siguen “…alimentando ese apetito de espera mesiánica que parece ser el fundamento de religiones, creencias ocultas y planes hidráulicos”, absurdo que Juan Benet caracterizaba muy acertadamente y que se agudiza ante el reiterado y reciente anuncio de nuestro recién investido presidente de priorizar la aprobación del plan en el ámbito de un gobierno que promueve privatizaciones y liberalizaciones, rara avis en la España conservadora y neoliberal que se quiere construir.
Resulta sorprendente que sea precisamente un partido neoliberal el que esté anunciando como prioritario redactar con la mayor prontitud un plan hidrológico que en sus requerimientos legales se asemeja más a un clásico ejemplo de planificación centralizada, eso sí, con fuerte participación institucional y ciudadana, que a un ejercicio de regulación similar al marco diseñado para las telecomunicaciones o el sector eléctrico. Que el Partido Popular no cree en el plan hidrológico resulta claro a la luz de sus nada disimulados deseos de privatizar la gestión del recurso en todos sus ámbitos, de su postura contraria a la actual Ley de Aguas de 1985, contra la que promovieron cuestión de inconstitucionalidad aduciendo que atentaba contra el derecho de propiedad y contra la libertad de mercado, y por querer transformar el plan en un listado de obras, entre las que destacarían los trasvases, que costeadas por el erario público tejerían una red similar a la de carreteras o a la de líneas de alta tensión, que hiciera posible la creación de un futuro mercado de aguas sin las rigideces que ahora lo atenazan y sufragado, a despecho de la iniciativa privada, por todos los españoles a través de los presupuestos generales. El plan, raro atavismo de la política popular.
Pero la planificación de los recursos hídricos, tal y como se refleja en la Ley de Aguas, no sólo consiste en decidir qué obras se van a realizar, sino que, olvidados por todos los recientes intentos de esbozar un plan hidrológico, existen otros muchos preceptos que bien considerados en el plan racionalizarían e incrementarían la equidad con que la gestión de las aguas se viene realizando en nuestro país. Esbocemos algunos de ellos:
¿Cómo se van a racionalizar las demandas de agua y a ser satisfechas adecuadamente si la Administración hidráulica desconoce en gran medida el régimen concesional y por tanto no sabe quiénes tienen derecho a utilizar las aguas y en qué condiciones?. Actualizar el actual Registro de Aguas sería condición previa tanto del plan como de un posible mercado de aguas, porque ¿alguien se imagina un mercado libre y transparente de bienes inmuebles sin un Registro de la Propiedad actualizado y fidedigno?.
Si las aguas y los cauces por donde discurren son públicos, ¿por qué hasta la fecha casi no se han deslindado cauces ni se han establecido con nitidez, en los ríos más importantes, las zonas de titularidad estatal, las zonas de servidumbre y las de policía?, requisitos sin los que la gestión del recurso, y su protección y disfrute por los ciudadanos resultan muy difíciles de alcanzar.
La reciente Reforma de la Ley de Aguas, de 1999, resalta la importancia de los caudales ecológicos y de las demandas ambientales, y les da prioridad, salvo en el caso de abastecimiento a poblaciones, sobre los restantes usos de las aguas. Se transforman así estos caudales de protección ambiental en verdaderas restricciones al sistema de gestión de las aguas, sobre los que no cabe negociar en caso de que entraran en conflicto con otros usos, ya que los posibles déficits deberán asignarse a otros consumos para satisfacer siempre y en todo caso las demandas ambientales. Con tal contundencia se define el vigente régimen jurídico de las aguas, pero lamentablemente todavía se desconoce la cuantía de tales caudales, sin que hasta la fecha se hayan dedicado esfuerzos comparables a los efectuados en el ámbito de los usos agrícolas o industriales, lo cual evidencia una seria carencia del plan en ciernes.
Otro aspecto de gran relevancia se refiere al régimen económico y financiero de las aguas, que se erige sobre dos pilares, a saber, todos los beneficiados, directa o indirectamente, por obras realizadas por el Estado deberán satisfacer una exacción (precios y tasas) que compense a la Administración de la inversión realizada, y toda actividad contaminante de las aguas deberá satisfacer un canon que también compense los gastos realizados por las Administraciones para proteger la calidad de las aguas. Es decir, el agua es gratuita, pero los beneficiarios de sus servicios deberán compensar al Estado por los gastos realizados; por ello ni las hidroeléctricas ni los pozos pagan por el disfrute del agua, y sí lo hacen, por ejemplo, los abastecimientos urbanos o los regantes beneficiados de obras de regulación ejecutadas por el Estado. El régimen, por tanto, es claramente finalista, se recauda para gastar con un determinado fin, pero el sistema ha quedado pervertido porque ni las Confederaciones Hidrográficas recaudan lo suficiente ni lo recaudado se aplica a aquellas actividades y actuaciones a las que vienen obligadas por ley. La racionalidad presupuestaria se debería imponer también en la Administración hidráulica de nuestro país.
Las Confederaciones Hidrográficas se crearon en la primera mitad del siglo con el objetivo de construir presas y canales en aplicación de unas leyes y de unas necesidades económicas y sociales que en gran medida han desaparecido y se han transformado en un nuevo conjunto de objetivos múltiples y variados que recoge la vigente Ley de Aguas y que obligan a racionalizar el uso del agua, a cuidar su calidad y a gestionar el recurso respetando el medio ambiente. Ante este panorama la construcción de infraestructuras cede paso ante la gestión de la demanda y de la calidad del recurso. Y para ello la actual Administración de las aguas no está preparada, ni en medios técnicos, ni en recursos humanos, ni en capacidad de dirección. Carencias tan lamentables y tan unánimemente admitidas propician que los actuales diseñadores de la política hidráulica no contemplen la reforma de la Administración hidráulica desde el reforzamiento de lo público, sino a partir de su progresiva privatización y alejamiento de los controles administrativos que asegurarían el reparto equitativo del recurso hídrico en la órbita de un plan que debería aportar los criterios de gestión y distribución, y que en la actual tesitura no se sabe muy bien qué hueco viene a rellenar, si no el meramente propagandístico.
Sobre las aguas se erige un entramado competencial que el propio proceso planificador debería haber clarificado, ya que Ayuntamientos, Comunidades Autónomas y Administración Central, deberían encontrar en la planificación de las aguas un vínculo de coordinación y de colaboración que hiciera eficiente y posible la gestión racional del recurso hídrico. El desajuste actual se pone de relieve en hechos tan graves como los continuos incumplimientos que España hace de la legislación comunitaria de calidad de las aguas (por ejemplo, de las Directivas de aguas de baños, sustancias tóxicas y peligrosas, contaminación por nitratos de origen agrícola), la poca relación que guarda la ordenación del territorio con la protección del recurso hídrico o con la prevención de los riesgos de avenidas e inundaciones, la escasez de información sobre datos elementales referidos a vertidos contaminantes, estado de calidad de las aguas, etc. En la medida en que las diferentes Administraciones tienen voz y voto en el proceso planificador de las aguas a través de los Consejos del Agua de cada cuenca hidrográfica, los planes deberían haber recogido una serie de vínculos que vertebraran de forma lógica y eficaz las diferentes competencias, su ausencia, hará, sin duda, muy difícil que los objetivos pretenciosamente plasmados en el papel se puedan llevar a la práctica en la España descentralizada por la que discurren las aguas.
Los ciudadanos, las instituciones y las Administraciones cada vez solicitan más datos e información relativas al mundo del agua, pero la Administración hidráulica todavía no ha sido capaz de satisfacer esta demanda, situación que se nos antoja desfasada en el creciente tráfago de la sociedad de la información. Para que la sociedad conozca los verdaderos problemas del agua o para que las universidades investiguen necesitan una serie de datos que existen y se están generando, pero que la Administración no está siendo capaz de poner en manos de los ciudadanos de forma asequible. Las decisiones que un plan contiene deben adoptarse con la participación de las instituciones y de los ciudadanos, así lo exige la Ley de Aguas, y sólo se podrá negociar y dialogar de forma transparente y creativa si la información y los datos son conocidos y para ello se utilizan aquellas herramientas de la tecnología de la información que garanticen su rápida comprensión por todas las partes implicadas. Desaparecería así la pretendida complejidad y confusión que rodea, como si de una ciencia oculta se tratara, el conocimiento del agua y de sus problemas.
Los problemas que el plan hidrológico debe intentar solucionar son muy variados y sería un grave error pensar que construyendo nuevas presas y trasvases se iban a resolver. Este proceder provocaría serios problemas ambientales en un país que ya soporta más de mil grandes embalses, sería una solución cara e ineficaz, ya que las nuevas presas se deberían situar en lugares marginales que ya fueron desechados en su día para construir las hoy existentes, y postergaría en el tiempo una serie de decisiones acuciantes relacionadas con la gestión institucional y física del recurso hídrico, sin cuyo concurso los mismos problemas que hoy padecemos aflorarían agudizados dentro de algunos años, cuando nos tuviéramos que enfrentar a una nueva sequía o a irreversibles estados de contaminación en nuestros ríos y acuíferos.
El recurso hídrico es escaso, pero a diferencia de otros bienes que reflejan su escasez en un mercado en el que demandas y ofertas interactúan produciendo un precio de transacción, en el caso del agua esto no es así, ya que tanto la oferta como la demanda se crean artificialmente por parte de la Administración. Por tanto, la escasez del agua que padecemos ha devenido como consecuencia de decisiones erróneas en el ámbito de la gestión que desde las Confederaciones y desde el Ministerio se han venido adoptando en los últimos años. No se puede olvidar que en España se han venido otorgando concesiones de uso de las aguas en un volumen muy superior al que las capacidades de regulación de los sistemas hídricos podían soportar. Esto ha provocado que las nuevas concesiones de las aguas hayan afectado negativamente a los usuarios ya existentes, y que las garantías de suministro de los abastecimientos se hayan reducido notablemente, es decir, las probabilidades de satisfacer las demandas aprobadas por la Administración hidráulica se han ido reduciendo a medida que se otorgaban concesiones de uso no garantizadas. Si los embalses, por ejemplo, en la cuenca del río Segura, no superan, en general, ni el 30% de su capacidad, llueva lo que llueva, no se debe a que llueva poco, se debe a que la Administración ha otorgado concesiones muy por encima de la capacidad reguladora de las presas ubicadas en esta cuenca hidrográfica. A la sociedad en su conjunto se nos aboca a asumir este error consolidando, por medio del plan que se nos ofrece, una situación no deseada y que deriva de decisiones erróneas que promueven la construcción de costosas infraestructuras hidráulicas, y olvida que el actual marco normativo también permitiría alterar el régimen concesional vigente adecuándolo a las actuales necesidades del país y a los costes reales, económicos, sociales y ambientales, que llevan aparejadas las invocadas nuevas construcciones.
Quizás tengamos que “llorar” nuevamente por el plan que otra vez se nos escamotea y enajena o por el plan que, como diría Garcilaso a orillas del Tajo, se nos lleva el agua muy lejos;
por desusada parte
y por nuevo camino el agua se iba;
ardiendo yo con el calor estiva,
el curso, enajenado, iba siguiendo
del agua fugitiva.
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