MUERTE ACCIDENTAL DE UN CICLISTA

Los ciclistas casi nunca mueren accidentalmente. En la mayoría de los atropellos se dan unas causas claras y alevosas. No estamos hablando de choques fortuitos o causales en los que el más débil sale perdiendo. Las muertes de ciclistas devienen casi siempre como consecuencia de unas circunstancias conocidas y fácilmente reconocibles. Tras el eufemismo del accidente se esconden actos imprudentes y temerarios que resulta imprescindible denunciar, y que se fundan en unas categorías sociales que privilegian al fuerte que conduce frente a los débiles que andan y pedalean.

Muchas veces he estado tentado de escribir sobre este tema. Ahora lo hago empujado por las tristísimas circunstancias de haberse producido una muerte cercana. Ayer muy temprano los amigos de la agrupación nos informábamos de que el hermano de una compañera había muerto por un atropello cuando se dirigía a su trabajo. El conductor del camión huyó. Me acaban de informar de que ya ha sido arrestado. Recuerdo que la semana pasada un juez de Valencia condenaba a tan sólo tres de años de cárcel al homicida de una joven ciclista que cruzaba por un semáforo en rojo. Estaba borracho, iba a 90 km/h y había intentado huir.  El escritor Antonio Muñoz Molina nos refería, el pasado 13 de agosto, otra muerte “accidental” de un ciclista en Madrid. Acababa así su artículo:

El único delito que su señoría ha apreciado es homicidio por imprudencia. La pena por acabar así con una vida va de uno a cuatro años. José Javier Fernández Pérez, hermano de Óscar, lo ha resumido mejor que nadie, con unas pocas palabras verdaderas: “La justicia es una mierda. Matar sale muy barato en este país”.

Sarcásticamente, el compañero que ayer fue asesinado también se llamaba Óscar, y se dirigía, como todas las mañanas, a trabajar en un taller mecánico. Su homicida por imprudencia, ¿se pudrirá en la cárcel como deseaba su cuñado en un escueto mensaje que nos enviaba a los amigos al teléfono móvil? Lo dudo.

No creo que las injusticias se puedan superar a golpe de cárcel. Pero ¿qué les queda a las víctimas? Nada. ¿Y a sus familiares?

Como me acaba de decir un amigo, “busca en Facebook, Óscar Bautista García, verás qué vida llevaba, como la de cualquiera de nosotros. Mucho deporte y familia. Aprovechaba para entrenar cuando iba al trabajo y volvía a casa”.

Tendemos a justificar a los fuertes, y a arrojar la culpa sobre sus víctimas. Quizás intentemos así librarnos del azar al que también nuestras vidas están expuestas y por ello buscamos ansiosamente encontrar algún punto de culpa en el comportamiento de la propia víctima. Si fue violada, porque iba ligera de ropa; si la asesinó ETA, porque quizás no fue prudente o era Guardia Civil; si le cayó un disparo errante, porque iba por lugares peligrosos sin precaución; si le robaron la cartera, porque no vigiló; y en este caso, como en otras muertes accidentales de ciclistas, porque no iba por el arcén, o porque iba hablando con un amigo, o de noche con luces y chaleco reflectante. De forma ingrata pensamos que la víctima era tonta o imprudente, y que fue la mala fortuna del conductor la que tuvo la desgracia de encontrarse ante el comportamiento inadecuado de una persona que no supo valorar su vida como se merece.

Escribí premeditadamente lo de “muerte accidental”, porque siempre las circunstancias que envuelven estos atropellos me recuerdan las que el escritor Darío Fo supo desvelar con tanta ironía y sarcasmo en su espléndida obra de teatro «Muerte accidental de un anarquista”. Y es que al final todo se alía para que pensemos que realmente el ciclista se suicidó tirándose por una ventana.

No sé quién fue su atropellador. Por la parca información que he recogido en la prensa, también un trabajador que si posee un mínimo de dignidad y conciencia, lamentará lo ocurrido toda su vida. Dolor a mansalva, también para el conductor y su familia. Pero no deseo quedarme varado en este caso aislado, ya que las circunstancias particulares de cada suceso nos pueden impedir analizar las causas sociales que los provocan, la responsabilidad colectiva o política en cada atropello de un ciclista.

No creo que dichas circunstancias sociales eximan de responsabilidad al camionero, sino que más bien, y por ello deseo analizarlas, nos hacen a todos también responsables de estos “accidentes”, de los que no podemos excusarnos ni porque pensemos que el ciclista era un temerario, o porque el atropellador fuera un borracho sin alma.

La carretera es del coche. En esta afirmación se funda la responsabilidad política y social de estos accidentes. Y lo curioso es que los propios conductores también seamos peatones, e incluso ciclistas, y que compartamos familia con personas que nunca conducen y que van al colegio también andando o en bicicleta. Pero el poder lo posee el coche. Un poder económico y mediático de primer orden, en torno al cual se erige el entramado industrial y financiero de las sociedades avanzadas, la industria del automóvil, del petróleo y de la construcción que no cejan en acumular poder ya sea a costa de la guerra, de la transformación de nuestras ciudades en cloacas de humo y de ruido, de la segregación de los barrios y de las gentes entre autopistas e infraestructuras, y como no, de la discriminación y persecución de todo medio de transporte diferente del automóvil privado, sobre todo, contra el peatón y el ciclista.

La libertad de poder ir andando o en bicicleta al trabajo la tenemos coartada muchas personas por culpa de esta cultura del automóvil. El ciclista arriesga su vida, sí, pero para ejercer su libertad y el derecho a utilizar la calzada pública para desplazarse. Y es el automóvil el que nos arroja por la ventana.

No sólo el poder del coche, sino sobre todo la cultura autocrática del coche que el automovilista acepta, comparte e incluso saborea cuando se sienta al volante y se topa con esos otros usuarios de la carretera que molestan, van despacio, son un peligro y que le animan a transgredir las más elementales normas de la cortesía, la educación y el orden.

Se pegan como lapas cuando te adelantan a toda velocidad, incluso tocan el claxon con prepotencia, como para advertir que se acerca el amo, llegan a sacarte el dedo, te ponen los cuernos, insultan, o te gritan con chulería para que te pegues más al arcén o para que dejes de ir en paralelo con los compañeros, ignorantes del código de la circulación. No digamos cuando se trata de ceder el paso o sortear una isleta o una glorieta. Casi todos los días que salimos un incidente más o menos grave, que podría haber sido peor, pero que la mayor parte de las veces procuramos tomar a broma sin exagerar, intentando guardarnos el miedo debajo del maillot, que no lo noten nuestros hijos ni nuestras familias, circulando en un entorno peligroso que también nos pertenece y del que sin embargo el coche y también los conductores nos quieren echar.

La cultura del coche que asesina a los ciclistas se funda en su carácter segregacionista. Aspira a separar, aislar, a transformar en guetos nuestras ciudades con el objetivo de salvaguardar a toda costa la libertad del automóvil. Nada ni nadie que entorpezca el tráfico, que limite la velocidad. Todo fuera de la calzada, los peatones, las aceras, las plazas, los ciclistas, vías rápidas con control de accesos sin semáforos ni interrupciones. Pero la vida existe y se resiste a quedar aislada en islas rodeadas de asfalto de las que sólo se puede huir en coche o arriesgando la vida.

Los ciclistas deseamos vivir y le exigimos a esa cultura furtiva del coche privado que aprenda a convivir con nosotros y con los peatones. Realmente nada podemos hacer a título individual, somos débiles, estamos desamparados y por mil cascos que nos pongamos nos seguirán machacando contra el asfalto. Por ello debemos estar unidos, aprender de la fuerza del pelotón y utilizar nuestra libertad de montar en bici para hacerlo juntos por las calles y las carreteras públicas, y apoyar las iniciativas ciclistas que están surgiendo en tantas ciudades españolas para convertirlas en lugares de convivencia, respeto y educación.

La muerte de un ciclista nunca es fortuita. No estamos ante un accidente más. El camión que lo atropelló son todos nuestros coches que a diario usurpan el espacio público, y los políticos que defienden el automóvil y sus grandes y onerosas infraestructuras en contra de la convivencia y del medio ambiente. Nada ni nadie puede reparar el dolor causado por una víctima. Aunque el camionero permaneciera en la cárcel toda su vida e indemnizara a la familia con todo lo que posee, jamás podría sustituir el bien que se ha perdido. Pero todos nosotros sí debemos, y podemos, en primer lugar, resaltar la actitud cívica y el derecho que avaló en todo momento el comportamiento del ciclista asesinado, y en segundo lugar, proteger el derecho que todos nosotros tenemos de poder desplazarnos en libertad y sin que el poder económico, mediático y político del automóvil nos lo pueda arrebatar.

En Madrid ya tenemos, lamentablemente, tres bicicletas blancas (o ghost bikes) varadas contra un árbol o una valla, monumentos públicos de esta opresión que padecemos los que no nos movemos en automóvil, en memoria de ciclistas atropellados luctuosamente en la capital.
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Muerte accidental de un ciclista by Rui Valdivia is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial 4.0 Internacional License.

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