Una benigna Providencia (…) ha convertido a la industria moderna de unas pocas y grandes empresas en un instrumento excelente de cambio tecnológico.
J. K. Galbraith, El capitalismo americano.
(Se dice) que los proyectos a gran escala son invariablemente más económicos que los pequeños y que los proyectos intensivos en capital son invariablemente preferibles a aquellos en los que predomina la mano de obra. (…) De aquí el enorme esfuerzo por automatizar y la tendencia hacia unidades de producción cada vez más grandes.
E. F. Schumacher. Lo pequeño es hermoso.
El burro grande, ande o no ande.
Proverbio español
La opinión imperante apoya la idea de que de forma natural las empresas capitalistas tienden a hacerse cada vez más grandes, que el libre mercado fomenta el gigantismo de unas organizaciones empresariales que en franca competencia arruinan a los pequeños y acumulan cada vez mayores cuotas de mercado; que el capitalismo, automáticamente, genera monopolios. Y como corolario, que el Estado debe intervenir en la economía, en las reglas de juego, para evitar esta situación desagradable e ineficiente que arruina la libertad, con objeto de promover unas condiciones de competencia más perfecta dentro de los mercados.
En este contexto, la visión que Schumacher nos ofrece en su libro Lo pequeño es hermoso puede pecar de romanticismo, de un idealismo ingenuo que choca con la evidencia que aflora tras las tensiones que se producen entre las fuerzas del mercado como consecuencia de la aplicación real de unas tecnologías complejas y megalómanas que poseen enorme eficacia y rendimiento en contextos de grandes dimensiones empresariales.
Parece que lo grande resulta más eficaz que lo pequeño, y que sin intervención de la burocracia estatal y de su regulación antimonopolio en favor de la competencia, el libre mercado no podría existir. Se suele hablar de los “fallos de mercado”, de un conjunto de singularidades que concurren en el mundo real de los negocios y de la economía, que pervierten la libre competencia, y que el Estado liberal comprometido con la máxima expansión del capitalismo y como garante de la libre concurrencia, debería imponer unas reglas de juego para que el sistema capitalista pueda operar sin destruirse a sí mismo.
Y se alude, para explicar esta opinión predominante, a las llamadas “economías de escala”, a saber, que cuanto más grande resulta una empresa, menores resultan los costes unitarios que debe gastar en la fabricación de sus productos. La función de coste de una mercancía incorpora muchos conceptos relacionados con el precio de la mano de obra, la tecnología, las materias primas, la administración de la empresa, etc. Por lo que en atención al sector en el que opere la industria o la empresa, así estará sujeta en mayor o menor medida a esta ley inexorable de la economía. En el límite, estarían los denominados “monopolios naturales” (y aquí), en general, servicios públicos de energía, agua, telecomunicaciones, que por tener que utilizar un gran volumen de capital tecnológico deben hacer frente a unos costes fijos abrumadores, y por tanto, que solo aquellas industrias de enorme tamaño puedan repartirlos entre un gran volumen de producción.
Parecería, por tanto, que la eficiencia se alía con lo grande para generar mayores cuotas de bienestar. Pero claro, estos monopolios que acaban acaparando la mayor parte de la demanda social con sus mercancías, tenderán también a querer utilizar esta situación de poder para imponer precios superiores –y menor producción-, buscando un óptimo económico privado enfrentado al óptimo social que la libre concurrencia provocaría. Se asiste, por tanto, a una tensión entre la concentración de capital y tecnología, que parece promover la eficiencia económica y el abaratamiento de costes, y por otro lado, y como fruto de esta situación, el incremento del precio de las mercancías a consecuencia de la concentración de la oferta en las manos de unos pocos empresarios. Conflicto que exigiría la intervención de un árbitro, el Estado, que intentará la titánica tarea de aprovecharse de la eficiencia del gigantismo sin incurrir en la inequidad de la concentración de poder.
Desentrañar las relaciones entre el tamaño de las empresas y las leyes que imperan en la economía, resulta de gran relevancia, sobre todo analizar el papel que juega el Estado en estas dinámicas y consecuentemente, la participación de los diversos actores que intervienen en el desarrollo económico y en el reparto del beneficio o el bienestar, en las relaciones de poder y de explotación que se pueden establecer entre ellos. Y en concreto, entender si la eficiencia económica exige grandes empresas jerarquizadas, planificación a gran escala, o en cambio, comprender que no son tanto los imperativos de la tecnología o de la organización los que imponen el gran tamaño, cuanto las reglas concretas que Estado y capitalistas imponen cotidianamente en el funcionamiento de nuestras economías.
Que lo grande resulta más eficiente que lo pequeño, no resulta evidente, aun cuando se haya convertido en una opinión extendida. Creo que la rotundidad con que se defiende esta aseveración procede del mundo de la ingeniería y de su concepto un tanto sesgado de lo que significa el rendimiento, la eficiencia tecnológica y por extensión, también la económica. El rendimiento energético de las máquinas se incrementa con su tamaño. Las turbinas, los generadores, las plantas industriales que utilizan máquinas grandes consiguen rendimientos energéticos superiores. O lo que es lo mismo, menores pérdidas energéticas en los procesos de transformación de la materia prima en mercancía. Esta idea ha calado profundamente en la sociedad, en los burócratas y en los empresarios, incluso en los economistas, de forma tan parcial e ingenua, que ha provocado el error de identificar rendimiento energético con eficiencia económica, cuando ambas cosas, aun estando relacionadas, no son enteramente causales.
Hemos de recordar que el coste final de una mercancía no sólo depende de la eficiencia material, tecnológica, de su fabricación, sino también del precio de las materias primas, de los costes de organización y gestión de la propia empresa, de la comercialización, la publicidad, la información, etc. El tamaño puede favorecer unas eficiencias o rendimientos, pero empeorar otros. Téngase en cuenta, también, que aquella eficiencia energética y productiva asociada al tamaño sólo resulta positiva en el caso de que la gran empresa consiga operar el mayor tiempo posible a la máxima capacidad, pero disminuye, incluso cosechando peores rendimientos que las fábricas pequeñas, en el caso de que la producción deba disminuir por debajo de determinados ratios. Por ello, la gran empresa sólo podrá conseguir rendimientos crecientes con la escala si consigue que la suma de todas estas variables de las que depende el coste económico de producción realmente le reporte una ventaja respecto a los competidores existentes o potenciales. Como se aprecia, el tema de la escala resulta mucho más peliagudo.
Como afirmaba el premio Nobel de economía R. Coase, las empresas existen para reducir costes de transacción y de información. Una empresa no deja de ser un modo de contingentar el mercado y crear un ámbito artificial de integración vertical de la producción donde las relaciones entre los elementos de su jerarquía se realizan por acuerdos estables en el tiempo y no por compra directa en el mercado. Y el tamaño que finalmente adquiere esta organización se establece por el equilibrio de una serie de fuerzas que de modo contrapuesto tienden a hacerla grande o a impedírselo. En ocasiones, el descubrimiento de la realidad se realiza por querer responder a preguntas obvias, en este caso, “¿por qué existen las empresas?, ¿por qué existen estas ‘islas de deliberado poder’?”, lo que ofreció la oportunidad de establecer la siguiente máxima de Coase:
Una empresa tenderá a expandirse hasta que los costes que supone organizar una transacción adicional dentro de la empresa igualen los costes que implica desempeñar esa misma función en el mercado abierto. Cuando salga más barato realizar una transacción dentro de la empresa, es recomendable. En cambio, si resulta más económico salir al mercado, no hay que intentar hacerlo de forma interna.
Esta idea de las fuerzas contrapuestas resulta realmente interesante para analizar el tamaño de las empresas y la posibilidad real de que en determinados sectores económicos se alcancen monopolios. Las empresas serían así como globos que podrán crecer o menguar en función del equilibrio que se establezca en cada momento entre las presiones externas e internas, y sus costes correspondientes. Más que un ejercicio teórico sobre las economías de escala, se trataría de analizar cómo la tecnología y las normas de funcionamiento que realmente establece el Estado y que se dan en el mundo económico actual, están definiendo aquel equilibrio de fuerzas y de costes, y si el gigantismo, los monopolios, se dan como un elemento natural del libre mercado o son consecuencia de intervenciones exógenas.
Como en un problema de física, intentemos describir aquellas fuerzas de las que depende el tamaño ideal u óptimo de las empresas, que tanto Galbraith en El nuevo estado industrial, o Coase en The nature of the Firm, expresaron tan acertadamente.
La gran empresa podrá tener ventaja, sobre la pequeña, en principio, en el abastecimiento de materias primas, en la medida en que su gran volumen de insumos le permita alcanzar acuerdos de precio ventajosos con las empresas abastecedoras. Y también en la venta del producto, ya que si posee una cuota de mercado adecuada, podrá imponer unos márgenes comerciales superiores. La gran empresa se podrá beneficiar también de la mayor eficiencia de su maquinaria y procesos industriales, de mejores precios en el transporte de sus mercancías o de la racionalización administrativa, reduciendo el porcentaje de gastos generales (fijos de gestión administrativa) en relación con el coste final del producto. Y como afirmaba Schumpeter, afrontar con mayor éxito el proceso de “destrucción creativa” que conlleva la innovación tecnológica. Resulta sorprendente que en el límite, la gran empresa esté intentando aprovecharse de todas estas ventajas económicas ligadas al tamaño, con el objetivo de sustituir el mercado por la planificación, en concreto, las incertidumbres del mercado por las certezas de las decisiones controladas por su propia burocracia.
Fuera de la empresa los movimientos del precio dirigen la producción, que se coordina a través de una serie de transacciones en el mercado. Dentro de una empresa, estas transacciones de mercado se eliminan y en el lugar de la complicada estructura de intercambio se coloca el empresario coordinador que dirige la producción.
Pero ello no nos debería extrañar si recordamos que una empresa, su estructura interna, no deja de ser una organización creada al margen del mercado, donde las decisiones internas relacionadas con la producción no se adoptan en virtud de precios, sino de una información técnica y administrativa que se integra en una estructura de poder que se erige sobre la figura de la propiedad privada del capital.
Por esta razón, las fuerzas anteriores, ligadas a los costes unitarios de producción que deben soportar las empresas, deberían analizarse como fuerzas que, en virtud de su mayor o menor magnitud, contribuyen a que se altere su tamaño, en persecución de unos objetivos que no siempre se identifican con el del máximo beneficio, como se entiende habitualmente. Por ejemplo, pensemos en el coste de los insumos, que favorecerá el crecimiento de aquellas empresas que los compran en elevadas cantidades, cuya influencia puede verse contrarrestada por el propio tamaño de los proveedores, porque si esa materia prima, en el límite, sólo la fabricara o la explotara una única empresa, ésta controlaría su precio y no se dejaría influir por la demanda, por lo que este factor dejaría de influenciar en el tamaño del sector productivo que está utilizando ese insumo.
Pero también existen factores exógenos que influyen sobre estas variables, en cuanto un determinado tipo de actuaciones o regulaciones estatales pueda estar afectando al tamaño más adecuado de las empresas que operan en un determinado sector. Si tomamos el ejemplo anterior de los insumos, cuanto más grande sea la empresa más volumen deberá incorporar, y por tanto, mayores serán los desplazamientos de mercancías que deberán producirse para transportar las materias primas hasta los lugares de producción. A diferencia de un sector atomizado y distribuido por el territorio, que tiende a minimizar los desplazamientos, en cambio, la gran empresa centralizada deberá utilizar un conjunto amplio de proveedores disperso por el territorio, que le podrá ofertar menores precios, pero cuyo transporte será más oneroso para ella. Ahora bien, si las infraestructuras de transporte las construye el Estado y no aplica tarifas de uso, y si los combustibles del transporte de mercancías están subvencionados fiscalmente, entonces la política estatal, exógenamente al mercado, estará favoreciendo que las empresas de ese sector sean más grandes, ya que estará asumiendo unos costes que el sector no está internalizando y que los soporta la sociedad en su conjunto en contra de los pequeños productores.
Creo que este ejemplo, como el resto de consideraciones de todo tipo que se pueden realizar en torno a los factores de coste que soporta cada sector, expresa claramente que el tamaño óptimo de una empresa en un determinado sector productivo depende de cómo puede optimizar su cadena de valor, en el sentido que le dio Porter a este término en relación con la ventaja competitiva, y en concreto, sobre cómo el sobredimensionamiento actual de nuestro tejido industrial y de servicios se basa más que en las leyes del libre mercado, en una serie de regulaciones y políticas promovidas y respaldadas por los Estados en su afán por defender el capitalismo, equivocadamente, como el mejor instrumento para producir bienestar y crecimiento económico.
En Markets not capitalism, y en el estimulante trabajo de K. Carlson Organization theory: a libertarian perspective (el capítulo 3 State policies promoting centralization and large organizational size y el capítulo 11 The abolition of privilege) se puede consultar cómo el capitalismo de Estado ha favorecido, en lugar de limitado, el crecimiento desmesurado, ineficaz e injusto del tamaño de las empresas, promoviendo unas serie de políticas fiscales, comerciales, de infraestructuras, de compras públicas, subvenciones, ajustes, rescates, etc. que han debilitado a los pequeños empresarios y fortalecido a los que gracias a su gran tamaño podían beneficiarse más satisfactoriamente de estos privilegios. El Estado, lejos de solucionar los “fallos de mercado”, los provoca en favor, en este momento histórico de crisis de las escalas, del gran capital y sus monopolios consustanciales.
Los trabajos mencionados parten de los estudios que desarrolló Benjamin Tucker sobre los privilegios estatales al capitalismo, en cuanto estos fomentaban la concentración de la propiedad, el gigantismo y la centralización, y que resumía, en State socialism and anarquism (1886) como los cuatro monopolios: del crédito, de los derechos de propiedad artificial sobre la tierra, de las patentes y copyright, y de los aranceles aduaneros. A los que podría agregárseles los siguientes: las subvenciones al transporte de mercancías (en infraestructuras, en precio carburantes y externalidades), barreras de entrada artificiales al mercado (profesionales, licencias, contingentes, calidad de productos, seguridad, tecnologías empleadas, fianzas, seguros, etc.), proteccionismo en connivencia con la liberalización del mercado internacional, política fiscal regresiva, regulación “injusta e irresponsable” de sociedades anónimas, subsidios y ventajas fiscales a las grandes empresas y multinacionales, compras gubernamentales y política de contratación pública (defensa, seguridad, infraestructuras, cárceles armamento, etc.), subvenciones al agribusiness y la PAC, política de I+D, códigos de buenas prácticas, normalización, etc. En síntesis, toda una legislación y una política económica y fiscal al servicio de la gran empresa para impedir la competencia del mercado.
La gran empresa no aflora naturalmente del mercado libre, sino de las regulaciones estatales que se imponen en el mercado para favorecer a determinados sectores empresariales, y así colmar su objetivo de controlar la incertidumbre del mercado e incrementar su poder. Como afirma Kolko en The triumph of conservatism: a reinterpretation of American history 1900-1916, la cúpula empresarial se transforma en un estamento político que utiliza al Estado para sustituir el mercado por la planificación, y por tanto, alcanzar estabilidad, predictibilidad, seguridad y racionalización. Es decir,
(…) la organización de la economía y de las altas esferas políticas y sociales de tal modo que le permita a las grandes empresas funcionar en un entorno predecible y seguro que les ofrezca razonables beneficios a largo plazo.
La siguiente frase de I. Illich, extraída de su libro Herramientas para la convivencialidad, puede ofrecer una buena guía sobre la amenaza que supone el capitalismo para la democracia y el libre mercado:
Cuando una empresa crece más allá de un cierto punto (…) frustra el fin para el cual fue diseñada originalmente, y se convierte entonces rápidamente en una amenaza para toda la sociedad.
Estas dinámicas de intervención pública para favorecer a los capitalistas y por ende, la concentración de poder económico en un reducido número de manos, se han dado siempre a lo largo de la historia del capitalismo –de Estado- con el objeto de defender a las grandes empresas de la competencia de los pequeños, a pesar de que la ideología imperante tienda a ocultarlo con la máscara del Estado benefactor que regula en favor de la sociedad. Pero actualmente el fenómeno adquiere proporciones colosales, en la medida en que las nuevas tecnologías en red están favoreciendo la disminución de los costes de información, coordinación y transmisión del conocimiento, creando un marco económico todavía más favorable para el libre mercado de los pequeños emprendedores, contra el que el gran capital intenta defenderse, como siempre en connivencia con el Estado, a través de nuevas políticas y regulaciones, de leyes abusivas en favor de las patentes y los derechos de propiedad intelectual, restringiendo la libre difusión de ideas, cultura y tecnología por la red, intentándola convertir en un nuevo instrumento de espionaje y de dominación.
………….continuará….
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