Paradojas de la obesidad
Y es que sobre la bicicleta, tan importante como la potencia absoluta que el ciclista despliega, resulta de importancia decisiva la relativa al peso, sobre todo cuando la carretera se empina y hay que elevar el propio cuerpo contra la gravedad. La eficacia energética de este medio de trasporte que es la bicicleta, depende de este factor corporal, así como la salud, ya que la obesidad posee una relación muy clara con múltiples enfermedades.
Hay que recordar que la obesidad mantiene una correlación importante con todas las causas de mortalidad, de tal forma que IMC inferiores a 25 kg/m2 arrojan las menores tasas de fallecimiento, y que por cada 5 kg/m2 de incremento del IMC la mortalidad se eleva de media un 30%. La anchura de la cintura también muestra resultados acordes con el IMC, con la salvedad de que éste es un mejor predictor de mortandad entre las mujeres. La causa mayor de mortandad asociada a la obesidad son las isquemias coronarias, de tal modo que existe un riesgo triple de riesgo coronario con relaciones cintura-cadera superiores a 0,9 comparado con personas que poseen un IMC inferior a 25 kg/m2. Y lo que en principio podría parecer más sorprendente, que la mortandad se incrementa entre aquellas personas obesas que siguen estrategias de reducción de peso, lo que demuestra que las dietas convencionales para luchar contra la obesidad son también dañinas para la salud, a menos que alteren drásticamente el tipo de alimentos que se ingieren. La recomendación casi universal de comer menos para perder peso no parece que sea muy recomendable, ni saludable.
La ingesta de alimentos, llamémosla dieta o simplemente alimentación, debe dejar saciado, sin ganas de continuar comiendo. Resulta muy difícil dejar saciada a una persona con una alimentación basada en los cereales, los azucares, las grasas industriales y los lácteos. La mayor parte de estas comidas poseen una carga glucémica elevada, un escaso valor nutricional (baja densidad de nutrientes esenciales) y algunas sustancias que alteran la señal de la hormona leptina, fabricada cuando los adipocitos están “llenos” y encargada de enviar la señal de saciedad al hipotálamo.
Las proteínas de la leche, por ejemplo, incrementan crónicamente los niveles de insulina en sangre. Si una persona mantiene este tipo de comidas y restringe la ingesta calórica por debajo de su gasto energético, con el objetivo de adelgazar, deberá voluntariamente pasar hambre y el cerebro interpretará que debe reducir los biorritmos, disminuir la temperatura corporal, pasar a un metabolismo de bajo consumo y acumular grasa en espera de tiempos mejores. En suma, estaremos más cansados, apáticos, de mal humor, perderemos tono muscular, el porcentaje de grasa corporal se incrementará, a pesar de la reducción de peso, y la energía gastada en la vida cotidiana se habrá reducido. Un cuadro deprimente.
La obesidad es un problema de exceso y mala ubicación de la grasa corporal, por lo que parecería lógico que la lucha contra la obesidad debiera sustentarse en reducir la grasa que ingerimos, a costa de incrementar el porcentaje de hidratos de carbono que comemos, de tal modo que las calorías totales se redujeran respecto al gasto energético. Pero esta estrategia, como hemos visto, no está funcionando. Desde los años 70 el Gobierno de Estados Unidos paulatinamente ha ido poniendo más énfasis en esta política y sin embargo, la obesidad y la diabetes han crecido en paralelo, como en el resto de países occidentales, España incluida.
Hay que tener en cuenta que un consumo de grasa por debajo del 20% del total del aporte calórico, resulta poco saludable, ya que las grasas no sólo ofrecen energía, sino importantes funciones vitales relacionadas con el transporte de nutrientes, la síntesis de vitaminas y hormonas, o la propia construcción del cerebro, que no olvidemos está compuesto mayoritariamente por grasa. Y no hay que olvidar que las grasas no están en nuestro organismo sólo porque las ingiramos, ya que nuestro cuerpo genera triglicéridos a partir de los hidratos de carbono excedentarios. El aparato digestivo y el hígado (la fructosa) transforma los hidratos de carbono en glucosa, y si ésta no se consume, el páncreas liberará insulina para provocar su almacenamiento. Y si los depósitos de glucosa están llenos, cosa habitual en una persona sedentaria, casi toda la glucosa se transformará en grasa. La reiteración de este proceso provoca, como a continuación veremos, resistencia a la insulina, con objeto de que la glucosa no penetre en las células, ya que el exceso de glucosa es un tóxico, por lo que los niveles de insulina cada vez se harán mayores a medida que paulatinamente superemos la capacidad del organismo para manejar este exceso.
La presencia constante de insulina en sangre inhibe la capacidad de nuestro organismo para quemar grasas (porque reduce la acción de la encima lipasa), lo que agrava el problema, ya que cada vez nuestro metabolismo será más dependiente de los hidratos de carbono para obtener energía, y cada vez tendremos más glucosa y triglicéridos circulando en sangre. La relación de los triglicéridos y las enfermedades cardiovasculares parece clara, pero la glucosa elevada favorece que reaccione con las proteínas de la sangre y forme los llamados AGE (Advanced Glycated End-products), que poseen propiedades inflamatorias, así como la propia insulina, cuyas altas concentraciones en sangre se relaciona con la propensión a la arterioescleosis. Puede consultarse al respecto el artículo del cirujano cardiovascular norteamericano D. Lundell, en el que ataca el abuso de medicamentos contra el colesterol:
Cuando tras la ingerir alimentos, en especial carbohidratos de absorción rápida, se produce un pico de hiperglucemia, determinados factores asociados a la subida de azúcar, como los productos de glicación avanzada o los triglicéridos acompañantes, dañan el endotelio (la capa más interna de las arterias y, por tanto, la que contacta directamente con el flujo sanguíneo) modificando sus condiciones fisiológicas, lo que se traduce en una menor producción del más potente vasodilatador conocido: el óxido nítrico, así como de las prostaglandinas, aumentando al mismo tiempo la permeabilidad del endotelio al colesterol y al calcio, lo que aumenta las posibilidades para el desarrollo arterioesclerótico. Además, el efecto de cizallamiento de la corriente sanguínea, bajo esas circunstancias, hace todavía más vulnerable al endotelio. En definitiva, la sobrecarga glucémica actúa como un potente cepillo metálico sobre esa finísima capa unicelular a la que llamamos endotelio y del que depende la salud de nuestras arterias.
Pero la insulina también da la orden de almacenar proteínas, por lo que la resistencia a la insulina, sobre todo en dietas escasas en proteínas, provoca no sólo que éstas tengan dificultades para penetrar en las células musculares, sino que al existir células de nuestro cuerpo que están enviando la señal de que les falta combustible, en paralelo el hígado estará produciendo glucosa a costa de sus depósitos de glucógeno y metabolizando (canibalizando) las proteínas musculares para lanzar más glucosa al flujo sanguíneo. Por ello, la obesidad y la resistencia a la insulina conllevan la pérdida de masa muscular. Al perder musculatura desciende el requerimiento energético de la persona, que además estará más cansada por haber activado su metabolismo de escasez, lo que agrava el desequilibrio calórico todavía más a favor de la acumulación de grasa. Y finalmente, como el organismo depende energéticamente cada vez más de la glucosa (y menos de las grasas), y como a la par que los adipocitos crecen generan la hormona leptina para reducir la ingesta, el hecho comprobado de que la señal de la leptina se reduzca en paralelo con la hiperinsulinemia, provoca que el apetito no mengüe, y en concreto, la necesidad de ingerir cada vez más comida de índice glucémico elevado. Desolador.
Aunque parezca un contrasentido, el incremento porcentual de la grasa y proteína consumida, y la consiguiente reducción de hidratos de carbono, respecto a las dietas que son habituales en occidente, parece que redundaría en mayores beneficios, ya que ello fomentaría un metabolismo energético más sustentado en el consumo de grasa, e incrementaría la sensibilidad a la insulina, por lo que los niveles de triglicéridos y glucosa en sangre se reducirían notablemente. Acorde con esta línea se encuentran los resultados de dos estudios de intervención realizados aplicando una dieta de tipo paleo. En ambos casos a los sujetos no se les restringió el consumo de comida. En el estudio del Dr. Wändell, los participantes pudieron comer las cantidades deseadas de carne, pescado, fruta y verdura, y debían evitar azúcares, cereales, leche y comidas preparadas. Tras sólo 3 semanas de intervención, perdieron 2,3 kilogramos de peso, su cintura y tensión arterial disminuyeron, y su consumo calórico se redujo de 2,478 kcal de media, a 1,584 kcal.
El Dr. Lindeberg, en cambio, dividió a los sujetos en dos grupos, el primero con una dieta similar al del estudio previo, y el segundo grupo con una dieta de tipo mediterráneo. Todos ellos padecían ischemia cardiaca, resistencia a la insulina (o incluso diabetes tipo II) y bordeaban el sobrepeso. Tras 12 semanas ambos grupos mejoraron sus variables relacionadas con su enfermedad, pero en mayor medida el grupo que siguió una dieta de tipo paleo. Éste último grupo redujo voluntariamente su ingesta (comían lo que deseaban, hasta saciarse) hasta 1,344 kcal, lo cual significa que las calorías suplementarias para mantener su metabolismo provinieron de las grasas almacenadas, unos 4 kilogramos de grasa quemadas durante 3 meses. Asimismo, el grupo paleo consiguió normalizar sus niveles de glucosa en ayuno, por lo que mejoró notablemente su sensibilidad a la insulina. También redujeron la circunferencia de la cintura.
Se pueden extraer varias conclusiones: que la alimentación occidental posee escasa capacidad para dejar saciado, que fomenta la hiperfagia y por tanto la obesidad, y sobre todo, que con una dieta de tipo paleo sin necesidad de contabilizar calorías ni categorías de nutrientes, el cuerpo humano vuelve a aprender a enviar las señales adecuadas para impedir la obesidad y la adecuada alimentación. Sobre todo, que absteniéndose de tomar lácteos, cereales, azúcares refinados y aceites vegetales, el cuerpo responde a estos estímulos y sin padecer hambre se alcanzan aceptables objetivos de salud.
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