Acabamos el post anterior hablando sobre el estilo realista en la representación de las cosas, sobre la mímesis (imitación) y su relación con los distintos sistemas de símbolos y mundos que el ser humano construye. Por ello, utilizaré las siguientes palabras de Nelson Goodman para proseguir la reflexión al respecto:
(…) representar es cuestión de clasificación de los objetos más que de su imitación, de su caracterización más que de su copia, en modo alguno es cuestión de un informe pasivo. El objeto no posa como modelo dócil con sus atributos claramente separados y puestos de relieve para que lo admiremos y retratemos. Es un objeto entre muchos otros, y puede agruparse con cualquier selección de ellos; y para cada una de estas agrupaciones existe un atributo del objeto (…) el objeto en sí no está ya hecho, sino que es el resultado de un modo de tomar el mundo.
Como afirmaba Piaget “conocer no es copiar lo real, sino actuar en la realidad y transformarla”. Por tanto, no existe el ojo objetivo o inocente contra el que se manifestaría E. Gombrich en Arte e ilusión, ya que incluso hallazgos tan evidentes como la perspectiva aérea no dejan de ser una convención simbólica para representar algo concreto en un sistema de símbolos original y particular. Véase, por ejemplo, el clásico trabajo La perspectiva como forma simbólica de E. Panofsky. Gardner diría sobre el supuesto realismo de la pintura realista:
Debido a que es tan difícil experimentar nuestras imágenes visuales, incluso un artista dotado debe partir de esquemas simplificados, es decir de una forma o un conjunto de señales que «representen» a un objeto del mundo real. Estos esquemas, que son equivalentes bidimensionales de ciertos objetos y sus relaciones en un mundo tridimensional, surgen de un par de fuentes: los movimientos y acciones que ejecutamos naturalmente sobre un trozo de papel, y las formas y fórmulas que otros individuos han elaborado en el pasado para transmitir ciertos aspectos del mundo. Una razón del tardío desarrollo del realismo es que durante mucho tiempo los artistas se conformaron con ese tipo de esquemas.
Pero es que incluso la fotografía, considerada el fiel de la objetividad, de esa mirada realista del mundo que ha venido a sustituir a tantos cuadros, tampoco resulta tan científica: el encuadre, el revelado, la profundidad de campo, por no hablar de la composición, o de los efectos, las distorsiones que la digitalización permite, todo ello convierte la fotografía, o las técnicas videográficas, en miradas particulares y originales, en apropiaciones parciales del mundo, en especiales impresiones de la realidad que esperan ser percibidas también con una determinada orientación. La fotografía procede de ese invento griego que fue la cámara oscura, un juego hasta que el Renacimiento la utilizó para construir la perspectiva aérea de sus pinturas, y la misma subjetividad con que Vermeer, Durero o Velázquez utilizaron aquel artilugio, la heredaron los fotógrafos de la modernidad. No podía ser de otro modo. Fontcuberta nos lo cuenta en El beso de Judas: fotografía y verdad:
(…) lo real se funde con la ficción y la fotografía puede cerrar un ciclo: devolver lo ilusorio y lo prodigioso a las tramas de lo simbólico, que suele ser a la postre la verdadera caldera donde se cuece la interpretación de nuestra experiencia, esto es, la producción de verdad.
Parafraseando a Peirce, podríamos aventurar que el artista realiza una conjetura sobre el mundo, en función de lo que considera probable, destacando una determinada forma de ver o escuchar, hipótesis con las que construirá su artefacto-obra como un proceso de experimentación perceptiva -que se parece a la experimentación científica, en el laboratorio o el taller- y que como ésta se funda en el razonamiento abductivo, o en la simulación imaginativa de un mundo “como si”. Esta experimentación artística consiste en construir una corporeidad, en traducir la conjetura en materia perceptiva, utilizando y distorsionando un código simbólico compartido con los receptores potenciales de la obra.
Como manifestaba Danto en ¿Qué es el arte?, por este proceso se verifica en la obra de arte una “encarnación de significado” que García Leal explica acertadamente de la siguiente forma en La condición simbólica del arte:
(…) es propio de la obra artística el dar corporalidad a lo que simboliza, encarnar, construir sensiblemente sus significados. El significado artístico tiene que darse a los sentidos, envolverse y plasmarse en el sonido, en lo visible o en cualquier otro percepto sensorial, no reducirse a ellos, pero sí formar cuerpo con esa materialidad sonora o visual. Y hacerlo de tal forma que su presencia sensible sea lo determinante de la significación, lo que la específica y define. El arte no tiene más significado que el que queda incorporado, entrañado en lo sensible. Por tanto, cualquier variación del componente sensible supone a la vez una variación del significado. No hay matiz sensible que no se corresponda con un matiz en la significación.
Encarnar, hacerse carne, cuerpo. El símbolo artístico nos aporta un significado a raíz de esa forma particular de materializarse en un objeto perceptivo. Cualquier alteración en su estructura y forma material producirá un cambio en su significado. No quiere decir esto que una obra de arte no sea reproducible. Sino que para mantener su significado, su copia deberá ser literal. Piénsese en una palabra. Independientemente de cómo se escriba (caligrafía, color, tamaño) significará siempre lo mismo. Si el retrato del Papa Inocencio X de Velázquez, por ejemplo, se copia como lo hizo Francis Bacon, estaremos ante otra obra de arte con otro significado. O si la misma palabra la empleáramos en diferentes contextos, también significaría cosas diversas. Al símbolo de unos labios con un dedo delante le hemos asignado el significado de silencio, independientemente de si los labios son más o menos carnosos, o del color con que estén pintados. Ahora, si ese símbolo lo transformamos en experiencia artística, significará precisamente por el color, la carnosidad y todas aquellas propiedades sensibles con que se haya fabricado en ese caso concreto: la expresividad.
Ya C. Castoriadis afirmó que la obra de arte es una “creación instituyente”, cuya forma y expresividad habría que emparentar con su concepto de “imaginario instituyente”, y que analizaremos más adelante cuando abordemos la relación de la experiencia artística con la política. Quedémonos con la siguiente síntesis de su pensamiento, expresado en los siguientes términos por Ana Lázzaro en Arte: imaginación y praxis en el pensamiento de Corlenius Castoriadis:
La obra de arte deja de concebirse a partir de una significación idealizada separada de su materialidad, para constituirse ella misma en cosa percibida. De esta manera, el contenido se genera a partir y a través de la forma; o sea que el sentido (o los sentidos) surgen en y por el sistema de símbolos que los vehiculizan, es decir, devienen de la estructura significante como materialidad. Al hablar de contenido dentro de una formalización dada se está considerando al arte como un sistema simbólico que conlleva comunicabilidad, esto es, que conlleva la potencialidad de decir y lo que se dice (o lo que se sugiere) es producto de un proceso creativo en el cual el artista interviene de forma consciente y deliberada (con los límites y salvedades que tal cosa implica, por supuesto), seleccionando los materiales para la creación.
Goodman distinguía entre los sistemas simbólicos referenciales (las lenguas) y los sistemas de símbolos densos, como el arte, que no pueden articularse según estructuras denotativas claras con dimensión sintáctica y semántica. Lo cual no quiere decir que estos últimos no puedan referir, y por tanto, significar, sino que lo hacen de un modo que definió como holístico, y que guarda gran semejanza con el concepto de metáfora. En un sistema de símbolos denso como el de la música o la pintura, las metáforas son los itinerarios, las relaciones que se usan para orientarnos, y también para construir otros mundos simbólicos.
Bateson y Deleuze utilizaron la misma distinción para referirse al lenguaje analógico (denso), basado en relaciones metafóricas, y al convencional (referencial), basado en códigos (sintaxis y semántica). Y respecto a la importancia de las metáforas en la experiencia artística configurada alrededor de sistemas simbólicos analógicos afirmó que,
(…) está hecho de cosas no lingüísticas, incluso no sonoras, está hecho de movimiento, de kinesis – como se dice –. Está hecho de expresión de las emociones, está hecho de datos sonoros inarticulados: las respiraciones, los gritos… (…) este lenguaje analógico es en cierto modo un lenguaje bestial. Pero lo tenemos, está hecho de datos muy heterogéneos – y aquí Bateson solamente ensaya –: pelos que se erizan, un rictus en la boca, un alarido, por ejemplo.
En cierto modo, Deleuze nos está recordando el concepto de las “metáforas encarnadas” que definíamos en el capítulo 3. En suma, las metáforas que nos orientan por los sistemas simbólicos densos (lenguajes tensivos) no sólo se encarnan en la corporeidad de las obras, sino también en la de nuestros propios cuerpos, una doble abstracción encarnada que “recrea selectivamente la realidad emocional, perceptual y conceptual, simultáneamente psíquica y cultural, simbólica y cognoscitiva. La naturaleza integrada de esta complejidad factorial es una característica singular del arte dentro de los saberes humanos” (Ayn Rand. The Psycho-Epistemology of Art)
Por ello me parece tan interesante traer aquí las palabras de R. Sennet en su obra El artesano, por cuanto nos ofrece una síntesis de lo que significa “artear”, como una actividad vivencial que va más allá del puro placer esteta, o del arte por el arte, o del intento de banalizar las experiencias artísticas “por culpa” de su utilidad:
El argumento que he presentado en este libro sostiene que el oficio que consiste en producir objetos físicos proporciona una visión interior de las técnicas de la experiencia capaces de modelar nuestro trato con los demás. Tanto las dificultades como las posibilidades de hacer bien las cosas se aplican al establecimiento de relaciones humanas. Los desafíos materiales, como el trabajo de las resistencias o el manejo de las ambigüedades, ayudan a comprender las resistencias que unas personas desarrollan con respecto a otras o las inciertas fronteras entre ellas. He insistido en el papel abierto y positivo que la rutina de la práctica del juego desempeña en la producción artesanal de objetos físicos; de la misma manera, la gente necesita practicar las relaciones interpersonales y aprender las habilidades de la anticipación y la revisión a fin de mejorar estas relaciones. Reconozco que el lector puede negarse a concebir la experiencia en términos de técnica, pero lo que somos surge directamente de lo que nuestro cuerpo puede hacer. Las consecuencias sociales están inscritas en la estructura y el funcionamiento del cuerpo humano, así como en las operaciones de la mano humana. Lo único que sostengo, ni más ni menos, es que las capacidades de nuestro cuerpo para dar forma a las cosas físicas son las mismas en que se inspiran nuestras relaciones sociales.
La percepción, y la experiencia artística –o artesana- como forma especial de percepción, no puede considerarse como una actividad pasiva y puramente mental, ya que se realiza de forma activa y depende, por tanto, del tipo de actividad que la persona desea realizar en su entorno, por lo que involucra a todo su cuerpo, ya que la representación del mundo se fabrica simbólicamente, y los mismos símbolos, por un proceso de encarnación metafórica, acaban referidos a movimientos, estados kinestésicos, sensaciones sensomotoras y situaciones propioceptivas.
Ricoeur se refirió largo y tendido a este proceso de simbolización, e incidió en las raíces pre-verbales del símbolo, en sus aspectos no semánticos. En su trabajo La metáfora viva resaltó precisamente el papel de la metáfora como elemento esencial de la racionalidad humana, y cómo su práctica comporta una renovación continuada de significados, la novedad y la creatividad, en estrecha conexión con los datos aportados por el cuerpo.
Otro de los pensadores relevantes sobre lo simbólico y el papel que juegan las narraciones míticas en la racionalidad y la percepción del mundo, sobre el sentido que le damos a la realidad y por tanto, tanto a la ciencia como a las obras artísticas, se trata de Gilbert Durand, quien a partir de su trabajo seminal Las estructuras antropológicas del imaginario, y heredero de Bachelard y Cassirer, nos ofreció una visión ampliada de lo que significa reflexionar, construir y comunicar, alrededor de las actividades de la mitopoiesis y del mitoanálisis. Como resume F. Castro en G. Durand y el método arquetipológico:
Encontramos ahí como reflejos dominantes a los gestos primordiales. Según Betcherev podemos hablar de tres principales: el postural, el digestivo y el sexual, mismos de los que Durand se servirá para la construcción de sus Estructuras y su formulación en esquemas. La función de los esquemas consiste en unir los gestos inconscientes de la sensorio-motricidad con las representaciones que le son propias, constituyéndose así en la columna vertebral de la imaginación. Lo imaginario tiene para Durand, pues, raíces biológicas y, de hecho, numerosos biólogos (Konrad Lorenz y Portmann, por ejemplo) han tratado al mito como una cuestión animal.
Por tanto, el mundo de las imágenes y la imaginación creadora o instituyente, está enraizada profundamente en el cuerpo y en la materia. Conecta todo ello con las recientes investigaciones neurobiológicas sobre la importancia del cuerpo en el concepto de mente, que no sólo se reduce al cerebro como materia gris encerrada en la caja craneana, sino que se extiende hacia el resto del cuerpo (Lakoff y Johnson y las metáforas encarnadas) y al mundo tecnológico, y como más adelante veremos, al nuevo concepto ampliado de ser humano como ciborg. Todo ello, evidentemente, elementos imprescindibles a la hora de considerar la experiencia artística como algo mucho más amplio que la mera contemplación de obras de arte, y que la conecta con otras experiencias habitualmente consideradas independientes, en concreto, con la experimentación científica y la ciencia. Como afirma J. Nubiola en El Valor Cognitivo de las Metáforas:
(…) que el mundo de la metáfora es el nombre que damos a nuestra capacidad de usar los mecanismos motores y perceptivos corporales como base para construcciones inferenciales abstractas, de forma que la metáfora es la estructura cognitiva esencial para nuestra comprensión de la realidad.
He intentado explicar la experiencia artística, el “artear”, en estrecha relación con la simbolización, y en conexión con el pensamiento simbólico, incidiendo en que la racionalidad humana resulta esencial entenderla como la característica del animal simbólico que somos. Pero de las reflexiones precedentes no me gustaría que infiriéramos que la lectura o interpretación simbólica de la obra de arte tiene algo que ver con el misticismo o con el esoterismo, como si el símbolo fuera coto vedado de iniciados. No creo que la obra de arte posea ninguna esencia que haya que desvelar ni para entenderla, ni para emocionarnos. Por lo menos, entendida la esencia al modo idealista como un magma puro, recóndito y estable que el genio creador escondió en la materialidad de su obra para que lo sublime sólo fuera accesible al espíritu de los puros o de los que a través del arte pretenden redimirse.
En la obra, o en la experiencia artística, no hay un simbolismo esotérico de arcanos o alegorías que haya que saber identificar como su esencia trascendente. Sino una pluralidad de mundos que se nos ofrecen para ser fabricados o recreados por cada uno de nosotros mismos a través de la conexión entre la materia artística y la corporal. En el arte hay que crear activamente nuestro mundo junto con las personas con las que compartimos sistemas de símbolos (sistemas que no hay que considerar como condominios, sino como intersección de conjuntos), y no buscar o investigar para encontrar ni la lectura correcta, ni el acertijo espiritual que el artista pretendidamente nos propuso. El simbolismo material de la obra de arte nos ayuda a crear mundos, no es una vía de acceso esotérica a una única verdad. Y lo hace a través del pensamiento metafórico, un tipo de actividad que conecta la más pura materialidad corporal con las creaciones más sublimes del espíritu, como un todo continuo e indiscernible. Si existe sacralidad en el arte, yo sólo la veo en su carnalidad, en la pura materialidad de nuestros cuerpos, en la comunión de nuestros sistemas simbólicos encarnados en nervios, músculos y fluidos.
Vivimos en un mundo repleto de imágenes y de sonido en el que los políticos y los capitalistas evidentemente utilizan la racionalidad simbólica a través de la propaganda y la publicidad, del cine, los anuncios, la televisión, la radio, etc. Pero también el mundo de la tecnología y hasta el de la ciencia no pueden eludir esta esencial manera humana de percibir, razonar y comunicar a través de símbolos. La libertad sólo puede concebirse como capacidad para fabricar un mundo, y por tanto, para imaginar un sistema simbólico que nos permita nombrar lo novedoso, percibir lo deseado, concebir la utopía. Por ello, para ser libres hemos de saber jugar con lo simbólico, reconocernos como posibles creadores del símbolo y también saber distinguir los diferentes sistemas simbólicos para saber navegar entre ellos. No hay que huir de las imágenes y de los símbolos, sino sólo mejorar nuestra capacidad para tratar con lo simbólico, y aquí la experiencia artística resulta esencial, porque amplía nuestra capacidad para tratar y operar con símbolos a nivel cognitivo y emotivo. No podemos confiar en defendernos de las actuales ideologías, de sus símbolos y mitos a través de la «pura racionalidad», adoptando una postura pretendidamente fría, aséptica y cerebral, sino aprendiendo a razonar mejor simbólica y míticamente, por tanto, también aprendiendo a sentir mejor, a imaginar más y a emocionarnos con más inteligencia.
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