
Le he preguntado a algunos amigos sobre sus experiencias artísticas, que me explicaran cómo experimentan el arte, qué tipo de vivencias mantienen con él. Las personas nos ponemos demasiado serias cuando nos hacemos este tipo de preguntas, porque parece que el arte, como todas las cosas realmente valiosas y grandes, constituye una materia que merece seriedad, estar callados y mantener una actitud reverente.
- ¿Qué es el arte?
- Morirte de frío
Creo que es la mejor respuesta que he encontrado, y se la debo a un amigo de León, donde hace frío y resulta fácil helarte. Porque el arte, tal y como he intentado reflejar en el título de estos trabajos, siempre nos remite a un territorio fronterizo, nos instala en un juego conceptual que destaca las fisuras, los sinsentidos, las aberraciones, los absurdos y los desvaríos, como si asistiéramos a un espectáculo de magia, atentos a descubrir el truco, pero también proclives a encajar el engaño, porque en el mundo del arte se cita tanto el misterio como la ambigüedad, y sobre todo, la risa majestuosa y sarcástica del gato de Cheshire.
El arte es siempre percepción, porque consiste en una construcción material o vivencial diseñada específicamente para ser percibida. La experiencia artística siempre se ha fabricado para ser sentida, su destinatario son nuestros sentidos, desde los más nobles hasta los más toscos. Y como los sentidos han sido considerados de forma un tanto desdeñosa por muchas filosofías occidentales, el arte, o ha sido sublimado como cosa de espíritus o ha sido menospreciado por mentiroso; o traspasaba la membrana sensorial como una fantasmagoría, o en cambio, nos deleitaba frívolamente con el engaño y la pura alegría; servía para descubrir la verdad inefable o para encubrirla tras la tramoya de la pura sensibilidad engañosa.
En Las ciudades invisibles, ese libro tan fantástico como sugerente de Italo Calvino, un simulado Marco Polo le describe a Kublai Kan la ciudad de Ipazia, en la que “los intérpretes se esconden en las tumbas; de una fosa a la otra se responden trinos de flautas, acordes de arpas.” En esta ciudad, simulacro de mundo, donde las palabras y las cosas mantienen una relación ambigua, dinámica, fronteriza, “comprendí que debía liberarme de las imágenes que hasta entonces me habían anunciado las cosas que buscaba: sólo entonces lograría entender el lenguaje de Ipazia”.
Porque las cosas resultan inaprehensibles, sin embargo –y afortunadamente- el lenguaje con el que las nombramos y las relacionamos nos ofrece a la vez la herramienta para transformar la realidad, como el mismo cuchillo con que matarla. Esa ciudad tan particular que Calvino describe, nos manifiesta algo muy importante en relación con la experiencia artística y con el conocimiento, que todo consiste en una pura trasmutación y que la única forma de permanecer vivos consiste en cambiar continuamente, sobre todo recreando y metamorfoseando el mundo simbólico y conceptual, que siempre se mantiene en proceso de construcción.
Se ha afirmado en muchas ocasiones que el arte desvela la esencia de las cosas o del mundo. Yo creo que se encamina a ello, pero disiento de concebir la esencia como algo estable, fijo y común a todo lo existente o a lo humano. La esencia de la realidad, lo esencial, como afirmaba Bergson, es todo lo contrario, el carácter transitorio y metamórfico de las cosas, lo dinámico y lo que las hace diferentes, lo esencial es aquello que singulariza algo, lo que lo distingue. No hay una única esencia, sino muchas esencias cambiantes. Quizás sea la sospecha en los valores universales el mejor legado que nos ofrece el posmodernismo, la incredulidad ante las grandes narraciones, que no existe una esencia común que sustente lo humano, que el humanismo es una superchería, y que el universalismo, en contra de lo que opinaba Kant, no resulta necesario para trabajar juntos, entendernos ni colaborar, que desde esencias diferenciadas podemos dialogar y cooperar sin necesidad de tener que compartir un reducto común y universal, y que el arte nos muestra cómo hacerlo, entre otras experiencias, por su capacidad para conectar mentes con independencia de que piensen o sientan lo mismo ante la experiencia que perciben. La esencia no está “en” sino “entre”. Aunque tampoco nos engañemos, este camino no resulta nada fácil, ni transitable cuando las barreras ideológicas o religiosas, culturales o económicas que median entre las personas resultan infranqueables e imposibilitan la comunicación.
En ese texto augural que es “Verdad y mentira en sentido extramoral”, Nietzsche nos plantea que esas imágenes fonéticas que son las palabras proceden de las imágenes que construimos en el proceso de percepción, y que poseen siempre un estatus provisorio que se mantiene coherente gracias a las relaciones contingentes que imaginamos, y no por poseer un significado preciso y autónomo conservado como una momia por los guardianes de la palabra y del significado. Como sintetiza al respecto Luis Roca en “Lo simbólico como el orden necesario del lenguaje y de la ley”:
Hay por tanto un proceso de transmutación de unas imágenes en otras que forman una serie analógica, en la medida que cada una refleja metafóricamente la anterior. Cada imagen tiene por tanto un valor simbólico respecto a la anterior y todas ellas formarían (siguiendo el planteamiento posterior de Castoriadis) nuestro imaginario. Pero tampoco hay que olvidar aquí que la palabra es, efectivamente, una imagen sonora que funciona como significante, ya que, como dice el propio Nietzsche y después elaborará Lacan, el significado es algo ambiguo y cambiante y queda establecido básicamente por el criterio convencional de los que ejercen el poder cultural y por lo tanto los criterios de lo que es correcto y lo que no.
La experiencia artística incide en esta ambigüedad y nos permite tanto destruir, como reconstruir nuestros mundos perceptivos y performativos. La percepción no es la materia prima del conocimiento, como tampoco algo vil y engañoso que hay que aprender a despreciar para alcanzar el saber verdadero que oculta. La percepción evidencia el acoplamiento estructural que nuestros cuerpos mantienen con el mundo, por lo que ni es un input básico, ni un simulacro que esconde la verdad. La percepción es en sí misma una construcción cerebral que conecta dos mundos indescifrables que construimos con nuestros sistemas de símbolos: el mundo exterior y el yo conectados por la percepción. Como el objeto y el sujeto del conocimiento están ensamblados por los sistemas simbólicos del pensamiento y estos siempre son como un andamiaje provisorio construido sobre la realidad, la percepción siempre va a poseer para nosotros ese elemento que la filosofía conservadora ha denominado de engaño, y que en realidad denota su intrínseca ambigüedad y dinamismo.
Afirmaba Gombrich que en el arte no existe el ojo inocente, y al respecto, Goodman añadió las siguientes palabras, que expresan de forma elocuente el lugar que ocupa la percepción como algo construido y no dado de antemano:
El ojo selecciona, rechaza, organiza, discrimina, asocia, clasifica, analiza y construye. No se trata de reflejar tanto como de recibir y construir. Lo que recibe y construye no lo ve al desnudo, como elementos sin atributos, sino como cosas, como comida, como gente, como enemigos, como estrellas, como armas. Nada se ve desnudo ni desnudadamente.
En términos neurobiológicos, la percepción nunca es pasiva, y se activa por el deseo según determinados patrones, nunca es omnicomprensiva y por tanto, jamás las etiquetas cerebrales van a coincidir con los hechos reales, sino con idealizaciones o simbolizaciones mentales que conectan la realidad y el yo. Por ello, ocurren paradojas perceptivas (a nivel artístico, por ejemplo, los dibujos de Escher, y tantos experimentos psicológicos sobre “fallos” perceptivos a nivel visual o auditivo) que lo que nos indican realmente es la ambigüedad, la necesidad de investigar, la imperiosa exigencia de estar siempre dispuestos a aceptar otros mundos y otros itinerarios simbólicos, y que también ponen de manifiesto que toda percepción se atiene a un objetivo y a una acción, y que cuando desde otra perspectiva se analiza ésta, la percepción puede resultar absurda y no concordante con otras percepciones que fueron obtenidas porque se produjeron con otros fines o en otros ambientes tecnológicos.
Poseemos un sistema perceptivo que ha evolucionado para responder a un ambiente natural muy diferente del que hemos creado con nuestra tecnología. Por ello, resulta tan importante el aprendizaje mental en las nuevas realidades tecnológicas, la maduración cerebral adecuada a la mente expandida en la que cada nueva generación va a tener que vivir, con el objetivo de evitar los “engaños” de los sentidos y saber utilizar la información sensorial del modo más eficaz a los objetivos sociales. La experiencia artística, por tanto, posee un valor inestimable en este aprendizaje sensorial, tanto para autoconstruir cerebros adecuados a cada nuevo entorno tecnológico, como para saber tratar con la ambigüedad y encontrar significados útiles para la acción. El arte, por tanto, como juego y aprendizaje perceptivo, nos enfrenta a esta realidad ambigua, al hecho de tener que interpretar activamente lo que vemos y oímos.
Siempre ha habido una inadecuación entre la percepción -natural y adaptada a nuestra evolución biológica- y la realidad tecnológica de nuestro mundo transformado. La experiencia artística nos sirve para exponer, y en cierta manera, “solucionar” este conflicto epistémico en el que se basa nuestra búsqueda de significado. Por ello, cada época debe dotarse de experiencias artísticas acordes con sus tecnologías, que actúan como interfaces de conexión, y que presumiblemente nos acabarán convirtiendo en ciborg de sensibilidad ampliada y mejorada con nuevas necesidades artísticas.
Por ello Arheim siempre defendió, en sus propuestas educativas y artísticas, la imposibilidad de que pudiera existir una inteligencia sin percepción. Consideró a ambas en reciprocidad, como causas y efectos de la acción, porque “es la sensibilidad ante el medio lo que otorga la inteligencia al individuo”, y porque la inteligencia también es un cierto modo de sensibilidad, de capacidad para percibir.
Al respecto afirma Goodman en “Maneras de hacer mundos”:
Evidentemente, es menester que distingamos lo falso y lo ficticio de los verdadero y de lo fáctico, pero es seguro que no podremos hacerlo apoyándonos sobre la idea de que la ficción se fabrica mientras que los hechos se encuentran.
No hay hechos sin más, objetivos para todos, una realidad vista de igual modo por todos los observadores, ni a nivel social ni físico, sino que cada sujeto fabrica los hechos, una producción de realidad o de mundos en la que se mezcla la información de los sentidos con toda una serie de procesos neurobiológicos de eliminación, completado, clasificación y sentido.
Las palabras que expresan la realidad, por tanto, no sólo hablan, sino que como afirmaba Austin en “¿Cómo hacer cosas con palabras?”, poseen la capacidad de crear “actos del habla de tipo performativo” cuyos mismos enunciados producen la realidad que describen, y que precisamente en este entorno es en el que la experiencia artística cumple su papel. Porque las palabras, o los símbolos no son verdaderos o falsos por sí mismos, sino que más bien resultan pertinentes para realizar una determinada acción o trasformación, o para errar, sin embargo, en el intento.
Por estas razones, el antropólogo A. Gell denominó, en “El arte de la antropología”, a las experiencias artísticas de cada cultura o época de “tecnologías del encantamiento”, imprescindibles para poder tratar con el cambio y el dinamismo, en síntesis, con la libertad de crear:
Como un sistema técnico, el arte está orientado hacia la producción de consecuencias sociales que se derivan de la producción de esos objetos. El poder de los objetos de arte se desprende de los procesos tecnológicos que ellos objetivamente encarnan: la tecnología del encantamiento está fundada en el encantamiento de la tecnología. El encantamiento de la tecnología es el poder que los procesos técnicos tienen de lanzar sobre nosotros un hechizo de tal manera que vemos el mundo en su forma encantada.
Que esa forma encantada de concebir la realidad se convierta en un engaño o en una fuente de liberación va a depender de la capacidad de cada persona para dar sentido autónomo al mundo simbólico con el que va percibir y construir su realidad, de la capacidad de las comunidades humanas para no dejarse atrapar por encantos ideológicos, de construir experiencias artísticas útiles para percibir con sutileza y denunciar los engaños del poder heterónomo que se nos impone y nos pretende explotar. En “¿Qué significa hablar?”, P. Bourdieu afirmará lo siguiente:
(…) hay que mostrar que, por legítimo que sea tratar las relaciones sociales –y las propias relaciones de dominación- como interacciones simbólicas, es decir, como relaciones de comunicación que implican el conocimiento y el reconocimiento, no hay que olvidar que esas relaciones de comunicación por excelencia que son los intercambios lingüísticos son también relaciones de poder simbólico donde se actualizan las relaciones de fuerza entre los locutores y sus respectivos grupos.
Y concluirá C. Yebra al respecto (“Lenguaje, poder a identidad social: Nietzsche, Bourdieu y Austin”):
(…) partiendo del presupuesto de que es posible actuar sobre el mundo social interviniendo sobre las representaciones que tienen los agentes de este mundo y de que las luchas sociales son indiscernibles de las luchas por la visión legítima de lo social, Bourdieu señala que en el poder simbólico habita la máxima expresión de la tentación de alcanzar un poder absoluto. Se trata, en efecto, de un poder simbólico que será tanto más absoluto cuanto que los dominados piensen sus propia dominación a partir de las categorías de percepción del orden social que han sido producidas por dicho orden y que, en dicha medida, contribuyen a la legitimación del mismo.
La experiencia artística, por ello, ha servido y servirá tanto para legitimar lo dado, solidificar las relaciones sociales existentes, justificar la explotación económica o soportar las injusticias; como también para poder entender y transformar el mundo existente, para desbaratar y reconstruir los sistemas simbólicos opresores, para encontrar las nuevas palabras y conceptos, y para dotar a los significantes de nuevos sentidos, ya sea para evolucionar hacia algo todavía peor, o quizás mejor, ¿quién sabe?
El “mal” también se expresa simbólicamente, y la experiencia artística sirve también para poder percibirlo, amarlo y realizarlo. También el “bien”. La imagen de entrada a este capítulo ilustra este hecho en el caso de la culta y musical Alemania nazi. O léase el siguiente artículo en torno al documental de S. Fiennes y del filósofo Zizek, “La guía perversa de la ideología” y en el que se analiza, entre otras obras artísticas, el Himno a la Alegría de la Novena Sinfonía de Beethoven. Porque asistimos a un conflicto simbólico-estético-ético que no se puede expresar sin la concurrencia del arte, la experiencia artística resulta imprescindible, ya que no podemos escapar del arte, ni para el “bien”, ni para el “mal”. Es por ello que para transformar el mundo y a nosotros mismos con él, hemos de entablar una lucha tanto en el mundo del arte, como en el de los sistemas simbólicos que la experiencia artística materializa.

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EN LAS FRONTERAS DEL ARTE (ix) https://ruivaldivia.net/2016/05/11/en-las-fronteras-del-arte-ix/
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@ruivaldivia Wow! Vuelvo a decir que toda esta serie tiene que convertirse en un libro…
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@david En ello estoy. Me gustaría recoger ideas, reflexiones vuestras sobre este tema. Quizás una conversación un jueves al respecto. ¿Qué os parece?
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@ruivaldivia @david Yo estoy con David, esto es canela fina
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@ruivaldivia genial!! hagamos un monográfico de ediciones y libritos!!
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@david cuando queráis lo hablamos!
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