«Si hay alguien en este público que no conozca las artes del amor, lea este libro y, una vez instruido por la lectura del poema, ame”.
Estos versos introductorios de Ovidio a su “Arte de amar” nos ofrecen una imagen vívida de lo que significaba en la antigüedad el arte como una técnica, en este caso, la amatoria, destinada a convertir al espectador también en un actor, y no en un voyeur moderno que asiste a la representación sin poder catar sus manjares emancipatorios.
Planteábamos en el último capítulo la relación tan estrecha que se establece, en un mundo como el actual, tan plagado de imágenes y de estética, entre las experiencias artísticas y la transformación política de la sociedad hacia la emancipación, la importancia que para encontrar modos alternativos de vida posee el imaginario y los sistemas simbólicos que se pueden desplegar a través de las vivencias artísticas.
Como afirma E. Lizcano en “Imaginario colectivo y análisis metafórico”:
(…) el imaginario es el lugar de la autonomía, desde el que cada colectividad se instituye a sí misma, no es menos cierto que es ahí también donde se juegan todos los conflictos sociales que no se limitan al mero ejercicio de la fuerza bruta. Es por vía imaginaria como se legitiman unos grupos o acciones y se deslegitiman otros, es ahí donde ocurren los diversos modos de heteronomía y alienación.
Por tanto, que es en el terreno de las experiencias artísticas, en cuanto son realmente ellas las que le hablan al imaginario, las que nos van a proveer de las herramientas cognitivas apropiadas para enfrentar la transformación de nuestros modos de vida, no tanto como experiencias ligadas al gran Arte, a las bellas artes o al arte por el arte, sino en relación con todas aquellas experiencias que en virtud de lo que afirmé en los primeros capítulos pueden calificarse como artísticas, el “artear” donde incluyo la artesanía, el diseño, el cómic, el kitsch, las raves, la decoración, la jardinería, los happenings y las performances, el ajedrez, la publicidad, el deporte, es decir, todas aquellas actividades y experimentos y experiencias que se convierten en estéticas no por sí mismas, sino por las mediaciones que establecemos con ellas.
Decía Spinoza en su “Tratado breve” que,
Nunca somos nosotros los que afirmamos o negamos algo sobre una cosa; es la cosa en sí misma la que afirma o niega algo de nosotros mismos.
Esta frase del pensador y óptico holandés siempre me ha resultado estimulante. Le da la vuelta a la manera tradicional y hasta convencional de contemplar la naturaleza, de considerar la percepción e incluso, de ubicar la cultura en relación con el mundo que nos rodea. Me recuerda la Teoría Ecológica de la Percepción Visual, con la que Gibson revolucionó en los años setenta la manera de entender el funcionamiento del sentido de la vista. Gibson afirmaba que el acto de ver precisa de la acción del sujeto, que ver no es un acto pasivo que se desencadena automáticamente con la llegada masiva de estímulos a la retina, sino que todo el cuerpo y la intención o el deseo están involucrados en ello. Y que por tanto, se produce una determinación mutua e inextricable entre la realidad y lo percibido. Su concepto de prestaciones (affordances), entendidas como el catálogo de cosas con que un objeto llama a un sujeto, y el hecho de que estas dependan finalmente de las acciones, nos lleva a considerar que realmente es el mundo el que nos permite ser de una forma o de otra, pero no un mundo homogéneo y natural para todos, sino una realidad natural-cultural-tecnológica que se adapta y se pliega al deseo de los que la perciben, y percibiéndola así, la construyen.
Como ya se recordó en otro momento, toda esta reconsideración biológica, neurológica, psicológica y filosófica de lo que significa percibir ha alterado radicalmente el concepto de ser humano, el papel de nuestro propio cuerpo en el acto de conocer y lo que aquí ahora conviene destacar, la misma naturaleza o realidad que nos rodea. Sobre todo, ha servido para desenmascarar el dualismo cultura-naturaleza sobre el que se fraguó la modernidad y que tantos quebraderos de cabeza filosóficos, éticos y políticos nos está provocando alrededor de los conceptos del universalismo, del relativismo cultural o del multiculturalismo, sobre las políticas de identidad, en suma, en torno a la posibilidad de formar comunidades plurales y democráticas.
En la génesis de la experiencia artística se ubica, como ya hemos afirmado repetidamente, la producción simbólica con la que dotamos de sentido a la realidad que fabricamos. Sin embargo, este constructivismo va más allá del simple perspectivismo, de entender que una misma realidad se puede percibir, considerar y conocer de diferentes maneras. Estamos muy acostumbrados a hablar de este modo sobre nuestros gustos, posturas, opiniones, situaciones, conocimiento, información, etc. Como si el mundo o la naturaleza fueran algo absoluto, universal y dado de igual forma para todos los individuos, y que lo único que hacemos es mirarla cada uno a nuestra manera, según nuestra particular perspectiva.
Este perspectivismo en el que se basa el multiculturalismo o el relativismo cultural, y también el universalismo, aparece en un momento muy determinado de la historia de Occidente, ligado a la Ilustración y su afán racionalizador. Y asume que, entre todas las miradas que podemos arrojar sobre el mundo, sólo existe una prevaleciente que es capaz de representar la realidad de manera más perfecta y digamos universal, perspectiva que hemos aprendido a singularizar en esa especial mirada tan obvia de asumir desde que Kant nos definiera su idealismo trascendental y las categorías apriorísticas de toda experiencia, la de esa especial forma de racionalidad que Occidente ha deseado imponer a través de su ciencia y de su arte, y sobre todo, con su lectura unidireccional y ascendente de la historia.
Desde entonces, el universalismo se ha ido adaptando según los vaivenes de la mala conciencia occidental en relación con el colonialismo, el imperialismo o la globalización, ofreciéndonos así los frutos del relativismo cultural o el multiculturalismo, en suma, de ir alterando sólo uno de los términos de la ecuación cultura-naturaleza, manteniendo siempre constante el de la realidad externa, ya sea por considerar que todas las perspectivas culturales poseen el mismo valor, o por abogar por la incomparabilidad cultural y por tanto, por la imposibilidad de traducir culturas con objeto de poder así alcanzar un acuerdo o establecer un dialogo.
Y las experiencias artísticas, como artefactos culturales que son, estarían sujetas así a este mismo vaivén, entre ser consideradas como objetos absolutos y universales, o meros artilugios que sólo cada cultura sabría valorar en sus justos términos.
Leamos el siguiente párrafo del antropólogo brasileño Viveiros de Castro, extraído de “Metafísicas caníbales”. Un texto que va a parecer absurdo y demente, pero realmente no encuentro mejor forma de entrar en una exposición de lo que representa el multinaturalismo y su especial modo de considerar el perspectivismo –como lo hacía Spinoza, de la cosa hacia el sujeto-, si no es epatando a los lectores de la misma forma en que yo mismo quedé sorprendido:
Los animales ven del mismo modo que nosotros cosas diferentes de las que vemos nosotros, porque sus cuerpos son diferentes de los nuestros (…) Lo que aquí llamamos “el cuerpo”, entonces, no es una fisiología distintiva o una anatomía característica; es un conjunto de maneras y de modos de ser que constituyen un ‘habitus’, un ‘ethos’, un ‘ethograma’ (…) El multinaturalismo no supone una Cosa-en-Sí parcialmente aprehendida por las categorías del entendimiento propias de cada especie; no se debe creer que los indios imaginen que existe un “algo=x”, algo que los humanos, por ejemplo, verían como sangre y los jaguares como cerveza. Lo que existe en la multinaturaleza no son entidades autoidénticas diferentemente percibidas, sino multiplicidades inmediatamente relacionadas del tipo sangre/cerveza”.
Estas reflexiones no nacen únicamente de la mirada “objetiva” de un antropólogo sensible que se topa con una cultura aparentemente intraducible a la racionalidad occidental. Se inspiran en los descubrimientos neurobiológicos más recientes, en el pragmatismo y el concepto de “pluriverso” de H. James, en los derroteros que adoptó el posestructuralismo y su concepto de las multiplicidades y de la producción de la subjetividad, de la consideración del individuo como una máquina deseante, o toda esa corriente antropológica que ha derivado en lo que hoy se denomina la antropología simétrica.
Este multinaturalismo considera, en suma,
(…) una epistemología constante y ontologías variables; las mismas representaciones, otros objetos; sentido único, referencias múltiples.
De aquí que lo que realmente nos diferencie a las colectividades no sean las culturas, o en último término los sentimientos, los anhelos o los ethos de nuestras corporeidades, sino el mundo al que cada cual nos enfrentamos. Y que por tanto, el diálogo o el conflicto no sean tanto sobre la cultura, el arte o las religiones, sino sobre los diferentes mundos y materialidades en las que vivimos. Que los conflictos culturales que hoy se consideran tan sustanciales, en realidad nos escamotean la verdadera índole de la dominación material.
No pienso que el espíritu de los amerindios sea (necesariamente…) escenario de «procesos cognitivos» diferentes de los de cualesquiera otros humanos. No se trata de imaginar a los indios como portadores de una neurofisiología particular, que trataría lo diverso en forma diferente. Por lo que me concierne, yo creo que piensan exactamente «como nosotros»; pero también pienso que lo que piensan, es decir, los conceptos que se dan, son muy diferentes de los nuestros, y por lo tanto, que el mundo descrito por esos conceptos es muy diferente del nuestro. En cuanto a los indios, pienso que piensan que todos los humanos piensan exactamente “como ellos”, pero que eso, lejos de expresar una convergencia referencial universal, es exactamente la razón de las divergencias de perspectiva.
En otro lugar hablamos sobre las “metáforas encarnadas”, el trabajo de Lakoff y Johnson sobre la conexión sensomotriz que se establece, por un lado, entre el lenguaje, el arte y la conceptualización, y por otro, con los esquemas básicos de percepción corporal, cinestesia o propiocepción, el hecho de que al final todo sentimiento, emoción o estado anímico se resuma en una situación o esquema corporal que resulta similar en todos los humanos y totalmente coherente con el de otras especies animales en relación con su evolución filogenética.
(…) una metáfora es justamente la proyección de un esquema sensorial y perceptivo (una figura) sobre un núcleo conceptual (un tema), con el objeto de volverlo inteligible desde el cuerpo, donde se incardinan los esquemas, y donde también se elaboran progresivamente los conceptos.
De aquí las similitudes representacionales entre la rica sangre/cerveza del jaguar y del indio, que nos remiten a una similar “cognición encarnada”. Representaciones que sintetizan, en suma, un determinado acoplamiento estructural de nuestro sistema nervioso con el mundo que nos rodea, el cual no se conoce o se percibe por sí mismo, sino a través de su potencial y primigenia materialidad, a través de unos estímulos nerviosos adaptados a la supervivencia y relacionados con unas acciones que, en suma, son las que buscan los estímulos, y no al revés.
Las experiencias artísticas, por tanto, podrían ser representadas de igual modo por cualquier humano, en cuanto éstas conectan con un mismo tipo de esquema sensomotriz, ya sea el absorto y educado espectador de ópera wagneriana, como el danzante con testa de lobo que gira alrededor del fuego y que guarda en su choza una estatura bañada en sangre.
Afirmaba Brossat que vivimos la época del “gran hartazgo cultural”, en la que todos los conflictos parece que se reducen a la diferente forma de concebir el pasado y los recuerdos de la tradición, en el que las culturas de los colectivos se nos muestran como grandes colosos memorísticos en torno a los museos, la literatura, el arte, la religión y sus correspondientes civilizaciones. Las culturas aparecen hoy en día como algo sólido que debemos proteger, ya sea la cristiana y muy europea cultura, como la de los aborígenes de Tasmania o la de los yanomami del Orinoco, como si los humanos fuéramos obras de museo, mariposas de entomólogos, esa materia prima antropológica de la que parece que debería depender la supervivencia del planeta como multicultural ensamblaje de civilizaciones, religiones o culturas.
Sobre este tema, recomiendo el libro de J. Herrera Flores “El proceso cultural: materiales para la creatividad humana”, un detallado compendio en torno al papel de las culturas de la identidad o de la conservación como falsas legitimadoras de unos conflictos que encuentran su real razón de ser en la dominación que se establece sobre el acceso al mundo y a lo material.
Para que el mundo cambie no basta sólo con un cambio cultural. También hay que actuar ‘materialmente’ en el campo de lo económico, político, social, religioso, etc. Esta idea no le quita importancia a lo cultural; más bien, lo sitúa en su justo lugar y nos induce a no confiar en demasía en los signos y representaciones culturales y abandonar las luchas concretas en los campos concretos donde se materializan tales signos y representaciones.
Los diálogos de Civilizaciones o de Religiones, el mismo latiguillo del arte o de la música como un lenguaje universal del que dependería la paz o la convivencia entre los pueblos, ocultan la verdadera índole de los conflictos humanos actuales, o de la explotación y las desigualdades, que anidan realmente en las condiciones materiales, en la dominación que unos mundos ejercen sobre otros. No creo que la sola lectura comparada del Quijote y los Upanishads , o de la Biblia y el Corán, la audición del Himno de la Alegría, nos vaya a allanar el camino para que las personas podamos formar comunidades. Creo que esos diálogos culturales nos distraen del verdadero reto en el que se deberían inscribir las experiencias artísticas y la construcción continua y flexible de imaginarios, que consiste en fabricar mundos y realidades y naturalezas en común.
Las personas no somos iguales. Lo que usted oye de lo que yo digo tiene que ver con usted y no conmigo. Lo que corrientemente se dice, sin embargo, es que uno conoce captando lo externo. Pero en el sentido estricto, eso no puede pasar dado que somos sistemas determinados estructuralmente. El mundo en que vivimos es un mundo de distinta clase del que uno corrientemente piensa. No es un mundo de objetos independientes de nosotros o de lo que hacemos, no es un mundo de cosas externas que uno capta en el acto de observar, sino que es un mundo que surge en la dinámica de nuestro operar como seres humanos.
Aquí Maturana incide en que, lo que realmente hace incomprensibles a las personas entre sí, no son las llamadas culturas o la multiplicidad de las personas, sino las realidades materiales diferentes que cada colectivo emplea o percibe para vivir y para sentir.
(…) que el mundo que uno vive siempre se configura con otros; que uno siempre es generador del mundo que uno vive; y, por último, que el mundo que uno vive es mucho más fluido de lo que parece.
Porque resulta mucho más complicado y diría que casi estéril o incluso, contraproducente, insistir demasiado en la cultura para dialogar y convivir, parece más productivo, aun cuando no vaya por aquí la política estetizante y culturalista actual, en incidir en las relaciones materiales y los mundos que cada sociedad o colectivo ha fabricado con su tecnología de transformación, así como de percepción, o sea, las interfaces o las experiencias artísticas. Las culturas son demasiado fluidas, a pesar de los esfuerzos por congelarlas y convertirlas en objetos de culto y veneración, y por tanto, no es que no posean interés, sino que parece más adecuado incidir en las naturalezas (multinaturalismo) y las materialidades que cada colectivo crea y cómo se influyen entre sí, que en indagar en las subjetividades con el objetivo de encontrar un terreno neutral de diálogo cultural.
Por ello, las experiencias artísticas que necesitamos no deben ser las obras de arte embalsamadas por la tradición, sino objetos y experiencias abiertas y fluidas. No se trata de hacer comprender al prójimo, al inculto o al extranjero, la importancia de una gran obra de arte, sino la de convivir en una experiencia artística creada “entre” ambos, en conexión. Serán estas nuevas mediaciones, en las que podríamos incluir las obras del pasado como materiales de derribo y reconstrucción, las que nos pueden servir para crear nuevos imaginarios, nuevos sistemas simbólicos dinámicos, flexibles, parciales y en evolución.
Como conclusión parcial de este capítulo traigo una frase similar a la de Spinoza, que lo abría, en esta ocasión de Leibniz, quien afirmaba que,
No hay ningún punto de vista sobre las cosas: son las cosas y los seres las que son puntos de vista.
Y por tanto, que no existe ningún balcón absolutista y universal que permita la observación de un único mundo, sino que son los mundos, las cosas y nuestros semejantes los que son construidos en cada ocasión para nosotros y por nosotros, y que en suma, son esos mundos y esas materialidades las que deben entenderse, traducirse, imbricarse y afectarse mutuamente evitando la dominación.
Recuerdo estos versos de Seamus Heaney:
I was there
Me in place and the place in me.
(Estaba allí/Yo en el lugar y el lugar en mí.)
……continuará…
EN LAS FRONTERAS DEL ARTE (xxi) https://ruivaldivia.net/2016/11/04/en-las-fronteras-del-arte-xxi/
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