Llevo muchos años asistiendo a conciertos de música clásica en los más variados recintos, escuchando programas e intérpretes que recorren una amplia y variopinta gama, y siempre he percibido que yo formaba parte del grupo reducido de los más jóvenes. Hace 25 años esta constatación puramente estadística no me sorprendía, por lo que durante mucho tiempo he esperado con paciencia mi tránsito natural hacia los grupos más numerosos de superior edad. Pero esa transición no se ha producido, y me siento un poco como Dorian Gray, eterno joven que sigue sentado en la misma butaca de un auditorio cada vez más vetusto.
Desconozco si algún investigador ha elaborado la evolución de las pirámides de edad de los asistentes a los conciertos de música clásica. A mí me preocupa esta transformación progresiva de los auditorios en residencias de la tercera edad y que la cultura musical no haya sido capaz de calar en la sociedad. En la música, como en otros campos de la cultura, existen unas segmentaciones generacionales muy claras. Pero percibo que en esto de la música clásica, durante los últimos años siempre hemos sido los mismos los que hemos estado coincidiendo en los conciertos, y que dentro de poco las nuevas incorporaciones van a dejar de suplir a los que en muy breve plazo vamos a estar oyendo la música celestial entonada por los querubines.
Creo que se han realizado esfuerzos ímprobos, algunos de ellos de enorme originalidad y valor, para conseguir que la cultura musical se expanda por todas las capas de la población. Han proliferado los auditorios, las salas de conciertos, los conservatorios y escuelas de música, la labor de Radio Clásica (de RNE) me parece encomiable, pero los resultados no han estado a la altura de los esfuerzos. No me refiero a los intérpretes, que también han proliferado y hoy poseen una calidad excepcional que se comprueba a diario en nuestras salas de conciertos, sino al público, a las personas que diariamente disfrutamos y paladeamos la alta cultura musical. No soy un experto en pedagogía musical. Pero observo unos resultados desalentadores del lado de la demanda musical, tanto más sorprendentes cuando la oferta resulta de tanta cantidad, calidad y variedad.
He leído algunos trabajos sobre la materia. Creo que una parte de las causas han sido detectadas y explicadas con claridad por los expertos. No me detendré en ellas. Sin embargo, me gustaría incidir en la importancia que posee la improvisación para entender cualquier hecho musical, y cómo la reincorporación de esta característica perdida en la interpretación que se realiza hoy en día de la música clásica podría aportar un elemento nada desdeñable en la difusión de esta música entre la población.
Aconsejaba Gracián que antes de escuchar a los vivos había que oír a los muertos. Se refería a los libros, a la lectura como aprendizaje vital. Lo clásico, eso que durante un tiempo se denominó la cultura clásica, posee un enorme valor social, tanto si nos referimos a la literatura, como a la ciencia, la filosofía, la música, en suma, a la cultura con mayúsculas. Italo Calvino definía con simple claridad, en el preámbulo de su libro ¿Por qué leer los clásicos?, las catorce características que definen las lecturas consideradas clásicas, un compendio de sabiduría y sentido común que resulta totalmente extrapolable a la música clásica.
Mientras le preparaban la cicuta, Sócrates aprendía un aria para flauta. “¿De qué te va a servir?”, le preguntaron. “Para saberla antes de morir”.
En la historia de la música occidental existe un momento a partir del cual se empieza a construir el canon de la música culta que había que conservar, como otras reliquias culturales –cuadros, esculturas, etc.- en el correspondiente panteón/museo en que se acabarían convirtiendo las salas de conciertos. Estimo que esto ocurrió a lo largo del romanticismo, muy ligado también al auge del nacionalismo y la creación de las diferentes culturas nacionales: fabricar un corpus propio sagrado de esencias en el que poder saciar la sed de originalidad y diferencia. Tradición y fidelidad al original que en el caso de la escultura, la pintura o la literatura, cuyas obras no precisan de ningún tipo de interpretación material, resultaba más asequible que en el caso de la música, que siempre ha requerido la asistencia de un intérprete que la reproduzca de forma contingente en cada nueva representación o grabación.
Siempre me ha llamado la atención el nombre que tradicionalmente se le ha asignado a las escuelas oficiales de música, Conservatorios, los recintos en los que guardar y proteger determinadas esencias musicales, como si desde sus orígenes los Conservatorios Superiores de Música se hubieran fabricado cual inmensas cámaras frigoríficas para conservar inalterables los sonidos clásicos.
La partitura de una obra musical no resulta omnicomprensiva. El autor no grabó su música en piedra, sino en un pentagrama que a pesar del esfuerzo histórico desarrollado por convertirlo en algo parecido a un libro, nunca ha dejado de ser un artilugio nemotécnico al servicio de las interpretación musical. La música por definición posee una componente de improvisación nada desdeñable que forma parte de su esencia interpretativa. No importa el país, la cultura o la tradición, con mayor o menor intensidad la música casi siempre se ha interpretado siguiendo unos patrones o pautas de improvisación que parece que hoy en día únicamente el jazz conserva, junto con otras músicas de tipo tradicional, pero que ha formado parte de la música culta occidental hasta que los Conservatorios intentaron fijar canónicamente la norma perfecta y única de interpretación de un tipo de música que había que conservar y transmitir como un santoral.
La improvisación ha ido perdiendo protagonismo en la interpretación de la música clásica paulatinamente a la conversión de este patrimonio musical en artículo de museo. Se olvida que buena parte de la música culta nació en el marco de la improvisación y que durante mucho tiempo interpretar exigía improvisar, crear sonidos nuevos en el molde memorístico de los pentagramas. Así nació la polifonía occidental, o el arte de las variaciones y de las glosas. Bach escribió muchas de sus piezas para órgano, o sus fugas y cánones, como recuerdos o refinamientos de sus prácticas de improvisación. Recordemos cómo se fraguó, por ejemplo, la Ofrenda Musical. La técnica del bajo continuo durante el barroco musical exigía improvisación, con ese objetivo se escribió el bajo cifrado y así lo atestiguan los textos académicos de la época. Las filigranas belcantistas, tan denostadas hoy en día, resultan de similar índole al proceso de embellecimiento de la monodia cristiana que dio como fruto los floridos melismas de los que hoy disfrutan los entendidos.
Por un lado, el intento de codificar por una vez y para siempre un canon cultural en relación con la música, y por otro, la edición musical, que generó similar celo sobre los derechos de propiedad intelectual que el que la imprenta había creado alrededor de la literatura, fueron ahuyentando las prácticas de la improvisación de la alta cultura, relegándola a sus márgenes, denostada como de mal gusto y perversa con el arte creativo e irrepetible del genio.
Creo que esta extirpación ha favorecido la paulatina modorra que la música clásica provoca sobre gran parte de ese público que potencialmente debería haber formado su audiencia natural. Porque esta pérdida consustancial a la esencia de la música, sea esta clásica o popular, ha convertido a la música culta en un producto con escasa vida que sólo admiramos los más convencidos, aquellos que la veneramos casi como una reliquia. La libertad interpretativa, el abundamiento en la improvisación como elemento consustancial al fenómeno interpretativo de la música, sería un elemento que ayudaría a convertir otra vez a la música clásica en un objeto cultural de primer orden y a integrar en su audiencia a esa parte de la pirámide de población que lamentablemente se la está perdiendo. Lejos de pervertir el producto cultural de los grandes genios musicales, ayudaría a preservar su legado y a integrar su obra en la cultura viva que forma nuestro presente inmediato.
Me parece que la enseñanza de la improvisación en la interpretación de la música clásica, ha quedado marginada al mundo del órgano, y que en la formación actual de los músicos de otros instrumentos apenas tiene cabida tal herramienta interpretativa. Sin embargo, cada vez son más los artistas jóvenes que se atreven a hincarle el diente a esta fruta, aunque sólo en actividades culturales realizadas todavía al margen de los círculos habituales. En la medida en que los auditorios empiecen a escucharse improvisaciones, en el momento en que comience a ser cotidiano tocar música sin programas preestablecidos, empezará la música clásica a recuperar su vida, su frescura, su perdido poder de influencia cultural.
Han sido demasiados años de enseñanza y práctica de la música clásica en torno a una lectura muy parcial y mediatizada de los conceptos de esencia y pureza, y de considerar la interpretación perfecta como la más ajustada al canon establecido por los Conservatorios; de culto a la obra como algo inamovible que pertenece en exclusividad al genio que la creó y en cuyo santoral hemos de perpetuar la cultura como reiteración de ciertos patrones consolidados en la tradición. Todo ello posee, indudablemente, muchos elementos de valor indispensables para crear y transmitir cultura, para disfrutar de la música, pero no son los únicos, razón por la cual la cultura musical clásica cada vez posee menor influencia y poder de convocatoria. Y uno de estos elementos consustanciales a la música que deberíamos recuperar, tanto para incrementar su influencia social y cultural, como su verdadera esencia musical, me parece que se relaciona con todo lo que significa y lleva aparejada la improvisación.
Terminaré con un ejemplo que puede ilustrar con claridad el poder creativo y taumatúrgico de la improvisación. Un ejemplo que también es una paradoja. Hace unos años que comenzó el movimiento de la “autenticidad” en la interpretación de la música antigua. Entre los que más lo denostaron se encontraban los más puristas. A toro pasado resulta curioso que fueran los guardianes del templo los que más criticaran un movimiento que buscaba precisamente la esencia, el reproducir el sonido musical tal y como fue concebido en origen. Los más fieles atacando a los que deseaban ser fidedignos, beatos contra creyentes, absurdo. De esta índole fue la querella durante muchos años. Lo que me parece esencial destacar de este proceso paulatino de consolidación de las interpretaciones históricamente informadas, es el hecho de que fue el amor a la esencia, a la pureza, al rigor interpretativo lo que empujó a una serie de artistas a buscar precisamente en la originalidad, entendida como novedad, la autenticidad en la transmisión de la cultura musical. De tal modo que hoy advertimos que gracias a este movimiento, en apariencia esencialista, se ha fraguado un entorno paradójico de libertad interpretativa, de permeabilidad cultural que parece contradecir su propia filosofía, pero que en cambio la confirma, porque ha dado lugar a cientos de diferentes versiones de la misma obra antigua que nutren de diversidad, libertad y vida el panorama actual de la música clásica. Frente al beato musical que concebía la interpretación de una cantiga de Alfonso X el Sabio como un bicho en formol, conservado al estilo consolidado por una tradición perversa que relativizaba la historia de la música como un mero preámbulo a la aparición del genio romántico, el movimiento de la autenticidad nos ha mostrado que la mejor forma de respetar al artista y de encontrar el espíritu de una época consiste en contaminarlo de originalidad. Las miles de versiones existentes de las Cantigas y de otras músicas de nuestra tradición clásica demuestran el poder creativo de la improvisación, entendida como la recreación continuada sobre el molde preexistente de la tradición y del pentagrama. Una enseñanza histórica que ilustra perfectamente la capacidad de la improvisación para recrear la música y conseguir que el paso del tiempo no le robe su autenticidad y capacidad de emoción.
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