El arte en el cerebro

………continúa…

Hemos recorrido ya un trecho por estas fronteras del arte. Me he detenido con cierto énfasis en los aspectos cognitivos porque creo que respecto a lo que históricamente se ha afirmado sobre el arte, es un campo de conocimiento tan novedoso y en cierta forma, tan revolucionario, que nos obliga a reconsiderar muchas de las cosas que se han pensado sobre las relaciones entre la mente, el conocimiento y el arte. Tenemos que releer a los clásicos a la sombra de la neurobiología, reinterpretar la historia de la filosofía, la estética, incluso de la ética, adaptar la educación y nuestros modelos de realidad a las nuevas contingencias de la ciencia de la mente.

Por ello algunos neurocientíficos se han lanzado ellos mismos a sondear esos otros campos colaterales a su propia ciencia, estimulados por el deseo de aportar conocimiento científico al campo tradicional de la filosofía del conocimiento y de la estética. Un intento de agitar el tradicional recelo o temor de las humanidades hacia las ciencias y que creo está cosechando ya sus primeros frutos.

Esto es lo que nos proponen, por ejemplo, Ramachandran y Hirstein en The Science of Art: a Neurological Theory of Aesthetic Experience al explicarnos, en relación con la experiencia visual, cuáles pudieran ser los recursos biológicos que emplea el cerebro para producir experiencias artísticas. En concreto, nos muestran las ocho leyes neuronales que utiliza nuestro cerebro para resaltar, trascender y distorsionar la realidad durante la experiencia artística concreta que el ser humano esté vivenciando en un determinado momento. No me puedo detener en explicar con detenimiento este trabajo, pero nos hablan, por ejemplo, del efecto de intensidad máxima (peak shift effect), que utilizan los artistas para capturar y resaltar los aspectos más reseñables, a su juicio, de un retrato, una escena o una figura. O nuestra capacidad para agrupar y vincular estímulos (perceptual grouping and binding) que no poseen una apariencia concreta, creando objetos reales que sólo existen en nuestra mente y que somos capaces de “reconocer” en el lienzo. También sobre las bases biológicas de los principios perceptivos de la Gestalt y que tanta importancia poseen en la experimentación artística.

Otro neurocientífico, S. Zeki, argumenta lo siguiente, en Esplendores y miserias del cerebro:

(…) que la función del arte visual es una extensión de la función del cerebro visual, principalmente la de adquirir conocimiento. Al igual que el conocimiento ordinario, el arte tiene que enfrentar el problema del cambio permanente, del flujo descrito por Heráclito. De ahí que Henri Matisse afirmara: “Oculta bajo esta sucesión de momentos que constituye la existencia superficial de las cosas y los seres vivos y que continuamente los está modificando, uno puede encontrar un elemento más cierto, más esencial y que el artista capta para así poder dar a su obra una interpretación más duradera en el tiempo”.

Su aporte más relevante al campo de la experiencia artística se corresponde con el estudio pionero que relaciona la obra pictórica de determinadas escuelas históricas occidentales, con específicos esquemas de activación neuronal, como si los artistas hubieran entendido intuitivamente cómo opera la percepción visual y hubieran destacado con sus respectivas obras muy concretos circuitos y zonas de proceso cerebral. Una síntesis valiosa de algunos de estos patrones nos lo enseña el doctor Luis Miguel Martínez en Las bases neurobiológicas de la percepción artística, en concreto, sus ejemplos resultan muy elocuentes en torno a la percepción de la forma, a las diferencias entre la percepción del color y la luminancia, o sobre la perspectiva.

En fin, un campo prolífico que también tiene su paralelo en el de las experiencias auditivas (una buena síntesis en el libro de Phillip Ball, El instinto musical: escuchar, pensar y vivir la música) y que destaca el hecho de que nuestros cerebros no pueden percibir todo lo que nos rodea y que el acoplamiento con el mundo se realiza según unas pautas biológicas que las experiencias artísticas utilizan para conectar la percepción con la imaginación y con la emoción.

Creo que la experiencia artística se parece también mucho al estado psicológico de estar en flujo, acuñado por el psicólogo y antropólogo M. Csikszentmihalyi. Veamos lo que dice respecto del fluir:

(como) el hecho de sentirse completamente comprometido con la actividad por sí misma. El ego desaparece. El tiempo vuela. Toda acción, movimiento o pensamiento surgen inevitablemente de la acción, del movimiento y del pensamiento previos, es como si estuviéramos tocando jazz. Todo tu ser está allí, y estás aplicando tus facultades al máximo.

En cierta manera, la experiencia artística supone un aprendizaje en el fluir, tanto en el proceso de creación como en el de recepción, no digamos cuando se dan a la vez en el mismo acto interpretativo o performativo. Tanto el creador del término, como aquellos que lo están aplicando en procesos de gestión productiva (por ejemplo el método Getting Things Done –GTD- de David Allen), nos hablan de qué condiciones de entorno y personales deben darse para que el fluir pueda darse, y que coinciden con esos momentos especiales en los que todos enmarcamos nuestra capacidad receptiva e interpretativa del arte. Seguro que la mayor parte de nosotros hemos experimentado en algunos momentos de nuestra vida estos momentos tan claros y envolventes, tanto en el trabajo, en el jardín, en el deporte, jugando al ajedrez o al Go, en un museo o en una conversación, acontecimientos durante los que parece que se abren las ventanas de la más diáfana percepción, la más productiva imaginación, la sensibilidad más clara, momentos que no tendrían que ser tan raros y cuya aparición deberíamos intentar que fuera más habitual en nuestras vidas.

La experiencia artística participa de ese fluir y por ello nos permite producir y conocer de una forma muy especial, aplicando nuestras más altas capacidades y nuestra más sensible percepción, un proceso que no sólo nos altera en cuanto a lo que pensamos o conocemos, sino también en los mismos procesos neuronales, una transformación de la propias conexiones biológicas del cerebro. Por ello la experiencia artística siempre se ha enmarcado en un ritual, o un entorno artificial y social que disponía y ajustaba las variables de las que depende el fluir de la experiencia artística, lo que W. Benjamin definió como “la dependencia parasitaria del arte de la magia y el ritual”. Es decir, la experiencia artística va mucho más allá de la creación o admiración de un objeto artístico en el marco ritual de un museo o de una sala de conciertos en el que un genio aplica unas habilidades técnicas virtuosísticas, sino en crear las condiciones rituales y comunitarias adecuadas para que cualquier persona pueda desplegar tan especial proceso comunicativo y cognitivo. Como afirma R. Laddaga en Estética de la emergencia,

(los artistas) desarrollan, calibran, intensifican la cooperación misma, no tanto (o no exclusivamente) con el objeto de «materializar un objetivo particular» (aunque hacerlo sea parte del proceso) como con el de «variar e intensificar la cooperación social» en un determinado entorno.

En cierta manera este ritual que rodea toda experiencia artística se parece a la fiesta, tal y como la define, por ejemplo, H.G. Gadamer en las lecciones que impartió bajo la rúbrica de El arte como juego, símbolo y fiesta, esos espacios originales y especiales que se abren en la vida de una comunidad con el objetivo único de celebrar, de congregarse para detener el tiempo físico (cronos) y abrir un espacio a ese kairós (tiempo subjetivo) que la experiencia estética nos permite vivir y que anteriormente hemos caracterizado como un fluir. Todas las experiencias artísticas precisan de un ceremonial, de un “arte de la celebración”, un ritual que en occidente, alrededor de las obras de arte clásicas, se ha depurado y simplificado tanto, se ha convertido en un acto tan frío y solitario, que nos resulta difícil reconocerlo como tal. En cierta manera las obras de arte, junto con estos contextos conmemorativos, forman unos dispositivos de aprendizaje colectivo en la emoción y el saber.

Resulta altamente elocuente al respecto el magnífico trabajo de G. Steingress, El caos creativo: fiesta y música como objetos de deconstrucción y hermenéutica profunda. Una propuesta sociológica, donde desarrolla ampliamente esta imbricación imprescindible entre el acto creativo, al experiencia y la fiesta alrededor de la comunidad vivencial (p. 60).

De este modo, en el acontecimiento social propio de la fiesta, el hombre produce (construye) formas simbólicas de descarga emocional que expresan el carácter conflictivo de su doble condición como ser natural al mismo tiempo que social. Consideramos a esta capacidad expresiva como la esencia de la fiesta musical, el verdadero núcleo de ‘lo sagrado’ como producto humano, ‘moral’. Dicho de otro modo: ‘lo sagrado’ no es la justificación de la religión, sino que ésta es una forma cultural histórica más que responde a la problemática básica del sentido conflictivo del hombre causado por su doble condición. La relación entre fiesta y música pone de relieve que se trata de un producto y un proceso de la construcción simbólica de la sociedad en función tanto de la cohesión social como de su superación creativa temporal. Históricamente, esta construcción afirmativa se manifiesta mediante las formas de transgresión temporal de la realidad cotidiana: el sacrificio como acto divino y manifestación de la palabra sagrada, y el sacrilegio como acto profano y blasfemia.

Una idea de fiesta que algunas vanguardias artísticas intentaron recuperar y potenciar, y que creo que abre en la actualidad uno de los caminos más prometedores para recuperar e intensificar la experiencia artística. Como nos recuerda David de Ugarte en  Sobre las ceremonias:

Pero nuestra necesidad ceremonial, como la sexual o la emocional no es un resto de irracionalidad animal ni un comportamiento infantil generador de oscuras supersticiones. Necesitamos no solo contar el cuento de lo que nos une, necesitamos representarlo para sentirnos actores del significado de nuestra vida.

Toda experiencia artística, como hemos visto, posee unas características comunes que hemos ido definiendo a lo largo de este trabajo, una forma universal de desplegarse en el género humano. Pero ya que los cerebros humanos se programan específicamente en diferentes entornos culturales y sociales, y como cada uno de nosotros poseemos nuestra propia historia, al cabo, el entorno y los rituales que cada grupo despliega y en el que se desarrollan sus particulares experiencias artísticas resultan originales de cada uno de ellos. Lo cual no significa que sean necesariamente incomprensibles entre sí. Como evidencia la historia humana, las contaminaciones, comunicaciones, influencias, conflictos, impregnaciones, etc. han sido la seña de identidad de la evolución de las culturas, incluso de las más aisladas e integristas. Pero lo común al género humano, la esencia de eso que podríamos denominar como arte no reside en los objetos y los lugares de veneración, en el marco institucional y ritual en el que se ofrece el arte, sino en las bases biológicas y neuronales que prefiguran el modo humano de percibir y de estructurar dinámicamente cada cerebro a lo largo de la vida, y en cuyo proceso la experiencia artística resulta esencial.

Por ello hemos evitado hablar de obra de arte –concepto propio de cada cultura- y emplear el término de experiencia artística o el verbo “artear”, cuyo significado es común a la especie humana. Porque cuando se estudian la mayor parte de los intentos realizados por definir universalmente el arte uno detecta habitualmente un rancio tufillo  eurocéntrico, de extender las características propias del arte europeo posterior al romanticismo –moderno y posmoderno- no sólo al resto de las culturas actuales e históricas, sino incluso a lo que en toda situación debería ser el arte, constriñendo las posibilidades de crear en el futuro otros tipos de experiencias artísticas.

Veamos el siguiente ejemplo, extraído de un libro reciente que ha tenido gran difusión en el campo de los estudios sobre filosofía del arte, El instinto del arte, de D. Dutton. En un momento determinado el autor expone lo que considera los 12 rasgos interculturales comunes a todo tipo de arte (página 78 y ss.), lo que no deja de ser, en la mayor parte de ellos, una clara definición de lo que el arte europeo ha querido ser desde que Kant, con la idea de lo sublime, y Schiller con el de redención por el arte, definieran la línea de evolución que nos ha llegado desde el romanticismo. Habla de que el arte debe ser contemplado desinteresadamente (1), que debe ser ejecutado por un genio dotado de virtuosismo y habilidad técnica inhabitual (2), que toda obra de arte debe ser realizada según unas normas de estilo reconocibles (3), que debe confeccionarse con alta dosis de creatividad y aportar novedad y originalidad (4), que  el juicio social que merece debe ser examinado por una comunidad crítica de expertos cuyo veredicto clasifique y certifique su valor histórico (5), que todo arte debe representar algo del mundo y que precisamente la pericia en esa imitación es uno de sus rasgos distintivos (6), que la contemplación del arte supone una experiencia poco corriente y alejada de lo mundano (7), que la obra de arte expresa al individuo original y genial, y por tanto, que toda obra de arte define una personalidad concreta identificable en la figura del autor (8), que toda obra de arte nos satura emocionalmente y crea un clima o una situación emocional, un tono o sabor muy particular en relación con lo representado (9), que toda obra de arte nos desafía intelectualmente y nos pone a prueba a la hora de darle un sentido (10), que alrededor de las obras de arte se crean instituciones sociales que las albergan y donde se muestran, que las exponen en un marco y en un entorno especial y nada mundano (11), y que finalmente, toda obra de arte supone una experiencia imaginativa que va más allá de la pura descripción de lo representado (12).

Realmente esta enumeración contiene algunos elementos comunes a toda experiencia artística, sin embargo, el conjunto de estas características resulta el adecuado para entender qué obras de arte son las que pueblan los museos, qué músicas de oyen en los auditorios y qué pretenden las instituciones artísticas, la política cultural y la educación convencional en relación con el arte. Pero gran parte de las experiencias artísticas históricas, e incluso algunas contemporáneas, se están realizando ya al margen de muchas de estos rasgos “interculturales” y pretendidamente universales.

Para traer a colación otro texto contemporáneo y famoso sobre este tema, utilizaré ahora el libro ¿Qué es el arte?, del crítico y filósofo Arthur C. Danto. También se centra fundamentalmente en el arte occidental moderno (a partir del siglo XVIII), pero estima que las cualidades estéticas de las obras dependen de cada cultura, que proceden de un proceso de creación comunitaria propio y específico, aunque se atreve también a aportar dos elementos distintivos (página 51 y ss.) en esa misma línea de destacar lo universal del arte, que creo aportan valor a lo que significa vivir una experiencia artística. En primer lugar, afirma que las obras de arte significan, pero de un modo muy particular, según lo que define como “significados encarnados”, es decir, que su significado no está materialmente presente en ellas, sino que culturalmente los materializamos nosotros al experimentarlas “encarnando” en el lienzo o en la melodía un sentido que de ese modo puede ser compartido socialmente:

(…) pero mi intuición es la siguiente: la obra de arte es un objeto material, algunas de cuyas propiedades pertenecen al significado, y otras no. Lo que el espectador debe hacer es interpretar las propiedades que proveen el significado, de tal manera que llegue a comprender el significado esperado que encarnan.

Un poco oscuro, pero que se entiende mejor cuando recordamos lo que decíamos sobre la mente encarnada y las características de la percepción sensorial durante la experiencia artística, y ampliamos el campo de la obra de arte material al de la experiencia artística en general. Y la otra característica relevante que Danto nos enseña es el elemento onírico propio de todas las experiencias artísticas, el hecho de que se vivan como una simulación, como un soñar despiertos que se puede compartir, una especie de sueño social alrededor de ciertos objetos o experiencias que actuarían como facilitadores del ensueño y la imaginación.

La institución museística occidental está diseñada con este fin, como una casa de los sueños y de los significados encarnados, una heterotopía (que diría Foucault) que uno visita para consumar un rito social, el de contemplar, admirar y sentir estimulado por el respeto a ciertas normas y actitudes que forman parte de esa fiesta sagrada que es la visita a un museo, exposición o auditorio. Incluso el que podamos admitir que existe arte al margen de occidente se entiende únicamente por el hecho de que ciertas obras indígenas y tribales hayan accedido a las correspondientes vitrinas y se hayan mostrado según el rito ortodoxo de la institución museística. También las vanguardias, esos movimientos que durante casi todo el siglo XX han venido criticando este hacer tradicional del arte, pero cuyo significado sólo puede comprenderse en la medida en que la mayor parte de sus creaciones resultan dependientes de que de alguna manera sean exhibidas en un espacio museístico con su ritual ortodoxo.

Pensemos en una de estas obras, ya centenaria, el archiconocido inodoro de Duchamp, ese ready-made que el artista francés expuso en Nueva York en 1917. Casi siempre se incide en la relación entre la institución museística en la que se expuso la obra y esa obra-inodoro que no era imitación, sino ella misma parte de ese mundo que hasta ese momento se suponía que los artistas debían imitar o deformar con sus creaciones virtuosísticas. Ahora se presentaba una no-obra, un producto, una mercancía con un fin instrumental, un objeto cotidiano tan prosaico que la utilidad original con la que fue fabricado consistió en ser un mingitorio masculino. Todo gira sobre el hecho de que el inodoro sólo podría haber tenido la pretensión de ser obra de arte al ser precisamente expuesta en un templo del arte, porque fuera de este recinto sagrado que era el museo (B. Groys), no habría habido controversia ni posibilidad de que Duchamp pasara a ser un anti-artista, como él pretendía como todo buen dadaísta.

Pero deseo incidir ahora, sin embargo, en el otro extremo del trinomio artista-obra-mueso, un punto al que normalmente no se le presta tanta atención en este caso: al del genio creador y su papel institucional. Duchamp era “uno de los nuestros”, es decir, un artista reconocido. Eso sí, excéntrico, provocador, quizás no muy habilidoso ni virtuoso, pero un artista que intentaba vivir de ello y que hablaba y filosofaba sobre sus pretensiones artísticas. Pero piensen por un momento en el señor P., administrativo en IBM y aficionado a pasear su perro el fin de semana, y que al pasar por delante del museo de Nueva York que anunciaba la exposición, hubiera él mismo presentado el mingitorio que en ese preciso momento le estaba llevando a un amigo para instalarlo en su bar. O mejor aún, consideremos que el operario F., proletario en el taller JL Mott Iron Works donde se fabrican los tan artísticos inodoros Bedfordshire estándar, decidiera presentar él mismo su creación, el producto de su trabajo industrial, el mismo fabricante exponiendo tan sui generis estatua-mercancía utilitaria al museo.

Por tanto, no es sólo el museo, sino también la institución del profesional-genio que presenta la obra despojada de su uso, sustraída a sus conexiones habituales, la que crearían juntas ese epifenómeno que es la contemplación del arte-no-arte de la vanguardia, pero que en suma no consiste más que en otra vuelta de tuerca a la institución moderna del arte.

No es que desprecie este modo de vivir la experiencia artística, sino que critico que la excesiva autocomplacencia en esta institución pública del escaparate o del espectáculo está coartando la posibilidad de generar otros artefactos y dispositivos, rituales y fiestas alrededor de la experiencia artística, que en lo que se denomina el arte no queramos introducir el arte de amar (Ovidio) o de la amistad (Epicuro), la transformación de la vida en arte (Foucault) o de las vivencias más comunes, las mercancías y los utensilios más habituales, la misma artesanía o la construcción de software y otros hechos productivos contemporáneos que atesoran un enorme potencial de creatividad social.

Como  dice A. Kaprow en el preámbulo de La educación del des-artista:

La cuestión del objeto de arte se llega a convertir en un asusto escurridizo, en la medida en que las obras comienzan a ser ‘works in progress’, procesos o experimentos vitales que se resisten a convertirse en producto. El arte, pues, no está en los objetos sino en el uso simbólico que se haga de ellos, en la forma ‘particular’ en la que utilizamos las propiedades perceptivas de un objeto, una idea o una sensación para proyectar nuestra identidad como forma de conocimiento y desarrollo subjetivo. (…) Una vez aclarado que no es el artista, sino la institución que proporciona su estatus la que ‘hace Arte’, la figura del artista se convierte en poco más que en un mito de la cultura.

Por ello hoy en día resulta imprescindible restaurar la figura del anonimato, del autor colectivo, de la creación y de la experimentación en común, con objeto de recuperar e intensificar el impacto que la experiencia artística debería tener en la calidad de nuestras vidas, en la intensidad de nuestras vivencias, en nuestra capacidad de crear vínculos creativos y productivos con nuestros semejantes. Hoy en día me parece pertinente, por tanto, recuperar la deriva situacionista hacia la desaparición del artista, la disipación de la que hablaron Foucault y Barthes cuando declararon “la muerte del autor”, simplemente el arte sin artistas.

……….continuará…

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