
La política de todos los días nos ha escamoteado lo que significa ser de izquierdas, más allá de su oposición mediática a lo que definiríamos como una política de derechas. La izquierda, más que un lugar ideológico claro, se define actualmente por lo que manifiestan de sí mismos los que se consideran de izquierdas. Una tautología que poco explica, pero que define los polos superfluos de una política democrática que se rige más por las reglas del deporte y del espectáculo que de la verdadera confrontación sobre las necesidades humanas y las formas de satisfacerlas.
No existe una política de izquierdas, sino más bien una serie de proclamas y banderines de enganche a los que la propaganda recurre para crear opinión y adoctrinar votantes. Una especie de manual del buen izquierdista que definiría aquello en lo que consiste ser de izquierdas, y por tanto, ser de los nuestros, a pesar de que el manual poco diga sobre las instrucciones que deben seguirse para alcanzar tan colosales objetivos.
El izquierdista es una persona que defiende el Estado de Bienestar, que reverencia la II República Española, que salvaría a todos los inmigrantes en el Mediterráneo, que lucha por los derechos de mujeres, razas y orientaciones sexuales, que desea proteger el medio ambiente y erigir un gobierno mundial de los recursos naturales basado en el decrecimiento económico, y además imponer una tasa Tobin que elimine los movimientos especulativos del capital, que suspira porque se establezca una renta básica universal y porque se instaure una política de solidaridad internacional que luche activamente contra las desigualdades y las injusticias. El resto del mundo son de derechas, claro está. Por no hablar de la extrema derecha o simplemente de los fascistas.
Resulta difícil sustraerse a las bondades de este manual. La buena conciencia de las personas de bien se basa precisamente en que estos buenos deseos en relación con los inmigrantes, la justicia, el género o la solidaridad no suelen costar más allá de la opinión o el voto, mientras no perjudique o ponga en peligro nuestra individual posición en el engranaje social. Por eso existe la derecha, porque sus votantes lavan su mala conciencia con el pragmatismo imprescindible para mantener el statu quo que todavía nos mantiene como los privilegiados del sistema capitalista. Por ello conviene olvidar que muchos de los votantes de la derecha también son personas bondadosas que suscribirían una parte del manual del buen izquierdista. Y también, claro está, que las izquierdas en el poder o con responsabilidades políticas, acaben transformando la política en una simple operación de cosmética electoral y mediática en aras del pragmatismo y la real politik.
Pero lo esencial para distinguir las políticas populistas de la derecha y de la izquierda, no reside tanto en las ideas, o en el contenido material de sus respectivos manuales o credos, sino en su mayor o menor tolerancia al número o a la cantidad. Me explico. Tomemos la crisis de los inmigrantes en el Mediterráneo. Parece que hay una derecha proclive a la militarización de este mar, y a negar, sea cual sea el resultado, la entrada de inmigrantes ilegales en nuestras fronteras. Y una izquierda que defiende la caridad a ultranza, y que todos los inmigrantes ilegales sean salvados y llevados a tierra sanos y salvos. Pero ninguno de estos extremos es cierto. Porque ni la derecha desea desmarcarse de algo que apela a la buena conciencia de las gentes de bien, ni tampoco la izquierda va a aceptar que los inmigrantes pongan en peligro el sistema democrático y capitalista existente. La diferencia no reside, por tanto, en el contenido del manual, sino en la mayor o menor sensibilidad al número, a lo que unos y otros consideran más o menos asumible por el sistema. La justicia, o la ideología, se transforma de este modo en una simple cuestión de cantidad y de posicionamiento propagandístico en los rifirrafes mediáticos.
Lo mismo ocurre con el resto de las políticas y objetivos puramente izquierdistas, que sólo son defendidos con decisiones siempre y cuando éstas no pongan en peligro la estabilidad del sistema imperante, aun cuando éste sea el causante de esas mismas injusticias que los izquierdistas desean purgar a nivel de conciencia, más que de acciones.
Las fosas de la represión franquista claman al cielo. Es verdad. Pero los autores de la ley de la memoria histórica se desentienden de ella cuando el número de causas, fosas y asesinados supera una cierta cantidad asumible para la estabilidad del sistema. Por tanto, ser de izquierdas o de derechas no significa distinguirse por una ideología, que tiende a ser similar en unos y otros -la buena conciencia del demócrata- sino por la distinta sensibilidad a la cantidad. El votante izquierdista y quizás también muchos de la derecha, defienden la memoria histórica, cómo no, pero lo que les distingue es su mayor sensibilidad a la cantidad de ajusticiados mal enterrados. En ambos casos, por tanto, que se investigue y se exhume mientras no se ponga en peligro el sistema. Sólo que el izquierdista considerará que el número asumible de inmigrantes, transexuales o mal enterrados pueda ser mayor. En suma, que las personas de derecha se caracterizan, con independencia de su extracción sociológica, en que poseen una mayor sensibilidad o inquietud ante los cambios que pueden provocar una alteración de las normas del juego y la distribución entre vencedores y perdedores.
Pero si algo ha caracterizado, sin embargo, a la política de izquierdas tras la Segunda Guerra Mundial, ha sido su objetivo de lograr que los mercados capitalistas funcionaran al máximo rendimiento, en lograr que desaparecieran lo que los economistas denominaron “fallos de mercado” (aquí y aquí). Por esta razón, la izquierda ha ayudado constantemente a conseguir que el capitalismo funcionase con la máxima eficacia, porque siempre ha considerado que si la acción estatal lograba hacer desaparecer los fallos del mercado, la economía capitalista lograría funcionar al máximo de sus posibilidades, y así podría crear un pastel enorme del que poder extraer subvenciones, ayudas y sobre todo, un mayor y mejor reparto de las rentas del trabajo entre diferentes estratos sociales. La política de izquierdas, por tanto, se ha traducido en dos objetivos claros y aunque parezca mentira, nada contradictorios, más bien complementarios: ha ayudado a expandir el capitalismo a través de políticas de Estado y ha luchado porque ese mismo Estado redistribuyera las rentas, la riqueza generada.
El conflicto social, o lucha de clases, como quiera definírsela, se ha desarrollado alrededor de estos dos elementos, al nivel de qué políticas económicas son las más adecuadas para ofrecer estabilidad y eficiencia al capitalismo, y cómo llevar a cabo el reparto de la riqueza, una parte de la cual la forman las políticas sociales relacionadas con la educación, la salud, la protección social, etc. En síntesis, y aunque suene provocativo, conseguir que los asalariados no pierdan su puesto de trabajo (estabilidad y eficiencia) y conseguir que los trabajadores sean eficaces y rentables al sistema capitalista (políticas sociales). Las discrepancias entre unos y otros, derechas e izquierdas, se han producido a este nivel, sobre la diferente percepción o interés en torno a qué políticas son las más adecuadas para que el capitalismo prospere y continúe generando beneficios.
Véase lo que ocurre, por ejemplo, con las políticas de protección ambiental. Sin los recursos naturales, sin una gestión eficiente del medio ambiente, el capitalismo no podría ser eficaz, ni perpetuarse en el tiempo. Por ello, la izquierda se define a sí misma por ser los adalides de la protección ambiental, con el objetivo de superar este fallo de mercado que podría arruinar la estabilidad del sistema capitalista. Los reproches que la izquierda le lanza a la derecha o a los poderosos se encaminan en esta dirección, intentando convencerles de que la máquina capitalista de producción de rentas sólo puede funcionar eficazmente si utiliza racionalmente los recursos naturales que emplea para fabricar mercancías. La diferencia entre unos y otros –derechas e izquierdas- sólo es una cuestión de alcances o instrumentos, de tiempos, y de reparto de cargas y beneficios, lo que da mucha leña para el debate y los titulares de prensa, y para que la izquierda asuma ese papel de salvador del mundo que utiliza como bandera electoral.
Resulta realmente sarcástico comprobar cómo la izquierda realmente ha erigido toda su ideología reciente sobre la adoración al capitalismo, mucho más allá de los que los propios capitalistas o poderosos asumen, defienden o consideran. En general, a los poderosos, a los capitalistas, no les importa lo que pueda ocurrir mañana con el capitalismo. No es que sean cortoplacistas o especialmente perversos, y no programen en el tiempo, sino que están sujetos a la misma ley del valor al que están atados sus asalariados, a esa lucha continua por sobrevivir y lograr ventajas frente a sus competidores. Con independencia de la orientación política de cada capitalista, ninguno contempla ni la estabilidad, ni la eficiencia del sistema más allá de esa lucha diaria por sobrevivir. El capitalismo ha sobrevivido por su capacidad para huir de sí mismo hacia adelante en las sucesivas crisis con las que se ha encontrado. Los capitalistas no pueden pensar en la estabilidad eterna del sistema en el que viven, sino solamente en la supervivencia de su propia empresa. Porque el capitalismo, no lo olvidemos, es la norma de funcionamiento de nuestra sociedad, incuestionable en tanto en cuanto se la siga aceptando como fetiche, al mismo nivel en que operaban las normas sociales durante el neolítico o la Edad Media. Tan capitalista es el empresario como el obrero, mientras ambos asuman como propia y absoluta su norma básica de funcionamiento: que sólo sobrevive lo que es rentable bajo unas normas de valoración meramente cuantitativas que asignan el valor dinerario de una realidad a la que transforma, de este modo, en puras mercancías.
Pero son precisamente las izquierdas las que defienden a esos capitalistas de cara a su futuro y viabilidad, son las izquierdas las que de forma clara apoyan explícitamente este sistema capitalista y luchan por darle estabilidad eterna. Sin entender, que el sistema capitalista no pude huir eternamente de sí mismo hacia adelante; y sin comprender, que quizás ya en las horas presentes estemos asistiendo a su colapso. Porque más allá de lo que fue el colonialismo, el fordismo, el Estado del Bienestar y la globalización financiera, no se atisba cómo va a huir de nuevo hacia adelante el capitalismo. Por lo que resulta altamente elocuente que las izquierdas, ante el colapso del capitalismo, se estén convirtiendo en los últimos defensores de un sistema al que ya tendríamos que estar dándole la espalda. Quizás sea este el gran signo distintivo del buen izquierdista, el que sea el último defensor del capitalismo, el último creyente en la posibilidad de que este sistema se pueda eternizar.
¿No resulta un tanto sospechoso que la mayor fuente de legitimación ideológica que hoy en día encuentra la izquierda provenga de exbanqueros, financieros, premios nóveles de economía, capitalistas arrepentidos o profesores universitarios que defienden la economía social, la educación pública de alta calidad, la sanidad universal, la lucha contra el cambio climático, precisamente porque consideran que esas políticas resultan indispensables para que el capitalismo pueda seguir funcionando a pleno rendimiento más allá de su crisis actual?
Piénsese en el Estado de Bienestar, por ejemplo, la penúltima tabla de salvación del capitalismo (aquí, aquí y aquí). Recordemos que para el capitalismo, para lo que es la norma de funcionamiento del capitalismo, las personas sólo existimos como mercancías. No es que el capitalista o el obrero traten a su familia como mercancías, sino que la norma de supervivencia de las personas se fundamenta en poder ofertar algo valioso convertible en dinero, y que tanto el capitalista como el obrero aspiren a que sus hijos sean valiosas mercancías en el mercado laboral. Lo demás resulta superfluo, aun cuando la perpetuación del sistema capitalista se haya basado en la existencia de otras normas de relación humana basadas en la cooperación y ajenas, durante más o menos tiempo, a la mercantilización. Por ejemplo, en la explotación de la mujer en las tareas domésticas o en los cuidados a niños, ancianos, etc.
Tras la Segunda Guerra Mundial el capitalismo tenía ante sí el gran mercado de los países europeos devastados y el de sus colonias, tenía el reto de producir y, por tanto, de contratar mano de obra cualificada que además fuese fiel a las empresas en las que trabajaban. El Estado de Bienestar surge así con el objetivo de dotar a los países europeos de trabajadores eficaces, bien formados y sanos, además de poder fidelizarlos en las empresas que les ofrecían formación y ayudas sociales. En suma, hacer que el capitalismo funcionara a pleno pulmón con el soporte de un Estado que asumía la tarea de la protección social y la formación, que redistribuía las rentas que el sistema generaba desigualmente con el objetivo de hacerlo más eficiente en su funcionamiento. El subsidio de desempleo, las ayudas a madres solteras o a la sanidad pública, no existían ni por caridad ni por solidaridad, sino porque las izquierdas asumieron como objetivo que el sistema capitalista, en ese momento histórico, necesitaba mano de obra bien formada y sana, porque el capital humano o la mercancía trabajo humano era la que le ofrecía eficiencia y rentabilidad a aquel sistema capitalista de la posguerra.
El Estado de Bienestar sólo pudo existir mientras los Estados nacionales mantuvieron sus fronteras controladas a nivel comercial y financiero, mientras la mano de obra fue el factor primordial de la eficiencia productiva. El Estado de Bienestar sólo pudo sobrevivir contra el Tercer Mundo y contra la naturaleza, sólo pudo mantener obreros agradecidos y privilegiados mientras los Estados nacionales occidentales pudieron controlar capitales e impuestos, y realizar una política de dumping social y comercial contra los países pobres, mientras el capitalismo pudo mantener la expansión de los mercados. Pero tal y como hemos comprobado recientemente, en el punto en que la demanda de mercancías encontró su clímax, el capitalismo volvió a huir hacia adelante a través de las burbujas financieras, a través de la virtualización de la economía, y desechando, por tanto, su Estado de Bienestar por contraproducente. Si a esto le sumamos el hecho de que la tecnología está logrando desbancar al ser humano como factor primordial de la producción de mercancías, nos topamos con el hecho evidente de que el Estado de Bienestar ya no le sirve al capitalismo, sino que más bien le supone una rémora para su supervivencia.
Pero el Estado de Bienestar continúa siendo el banderín de enganche de la izquierda, aun cuando nadie sepa cómo reconstruir algo que el sistema capitalista ha abandonado por ineficaz para sus intereses. En estas defensas numantinas, absurdas y puramente cosméticas se basa el manual del buen izquierdista, en querer seguir sustentando un sistema capitalista al que considera imprescindible para generar riqueza, pero sin entender que las cosas que defiende resultan incompatibles con la supervivencia actual de ese mismo sistema capitalista.
En el colmo del éxtasis salvador, la izquierda ya sólo recurre a la deseable creación de gobiernos mundiales o normas universales que sean capaces de salvar al capitalismo de su colapso. Si los recursos naturales se están agotando y la destrucción ambiental ya está poniendo en peligro hasta la propia supervivencia del ser humano sobre el planeta, construir un sistema mundial de normas, deberes y tasas ecológicas que lo impidan. Si los capitalistas contratan mano de obra en países donde no hay normas laborales ni protección social, establecer un sistema mundial que garantice que las mercancías sólo se producen de forma ética y en igualdad de condiciones de competencia. Si los consumidores están ya agotando el mundo, establecer un sistema de etiquetado mundial que pueda convertir en responsables las elecciones individuales de consumo. Para controlar los mercados financieros y la globalización del capital virtual, establecer un sistema universal de controles y tasas impositivas que impidan los movimientos especulativos y asienten el dinero en la economía productiva. Para evitar que los precarios o los inservibles para el sistema se mueran por las calles, establecer una renta básica universal que los mantenga como pequeños consumidores agradecidos.
En suma, la izquierda intenta humanizar el capitalismo para que pueda continuar funcionando y creando así bienestar y rentas que repartir. ¡Pero si precisamente el capitalismo ahora está logrando sobrevivir porque se está deshumanizando totalmente!
Sin embargo, creo que este último reducto de humanidad que hoy representa la izquierda es lo que permite que el sistema capitalista siga adelante, porque la izquierda se ha erigido a sí misma como la última esperanza, absurda, de que el sistema capitalista vaya a poder continuar ofreciendo riqueza. Es el fetichismo de la mercancía lo que mantiene el sistema en el subconsciente de las personas, y si a pesar del evidente colapso y deshumanización al que se encamina el sistema capitalista, todavía muchos ciudadanos confían en él, es porque entre otras cosas, existe una izquierda humanitaria y bienhechora que lo defiende y lo apoya, que nos adormila con el sueño de que la fiera pueda ser domesticada gracias a la soberanía del pueblo.
Cómo va a superar el capitalismo el control de la economía especulativa, si la única posibilidad que tiene el capitalista de sobrevivir actualmente consiste en colocar el poco dinero que obtiene con la venta de mercancías y servicios en los mercados especulativos. Quizás la renta básica pueda prosperar, pero únicamente, tal y como le podría interesar al capitalismo actual, y tal como M. Friedman la defendió como parte de sus políticas neoliberales, cuando la lanzó a la palestra política como un subsidio para mantener la demanda efectiva y disminuir los gastos asistenciales del Estado. ¿De dónde saldrían los recursos económicos de la renta básica, de los pocos trabajadores que han conseguido no entrar en la economía precarizada? ¿Quién tendría derecho a la renta básica, sólo los nacionales, los que cumplieran determinadas condiciones y pedigrí? ¿Qué condiciones, quién la impondría, con qué fines, quién establecería su cuantía? ¿No significará la renta básica un modo de incrementar las desigualdades, de acelerar el proceso de cierre de fronteras y de instaurar nuevas políticas xenófobas y discriminatorias con el fin de repartir otra vez el pastel entre unos pocos agradecidos y privilegiados? Como resulta habitual en el capitalismo, ¿seguiremos confiando en que nuestro bienestar sólo puede depender de nuestra capacidad para extraer rentas del Estado?
Como podemos comprobar, este manual del buen izquierdista sirve fundamentalmente para limpiar muchas conciencias, sobre todo, la de los representantes políticos que lo proclaman y que lo utilizan para medrar y ocupar cargos. Una progresía bien pensante y humanitaria que no duda en manchar sus manos en la defensa del sistema capitalista, mientras utiliza bisturí y guantes de látex, exquisita distancia y asepsia, para tratar a las personas y colectivos a los que les pide el voto.
No olvidemos, sin embargo, que ha sido la izquierda la que se ha considerado a sí misma como la garante universal del humanitarismo, de los derechos humanos y la que ha luchado en favor de las minorías, en contra de las políticas o actitudes discriminatorias, posicionándose siempre a favor de las víctimas y en contra del racismo o a favor del feminismo, en suma, en su apuesta por la igualdad. También la izquierda posmoderna, que nos desea gobernar en la actualidad, suscribe adhesión fiel a todo colectivo o grupo o asociación que se sienta discriminada o atacada por el sistema, y corre a ponerse delante, como bandera de representación, de toda causa que se eleva contra las consecuencias discriminatorias y desiguales de un sistema capitalista al que esa misma izquierda le regala su alma.
La izquierda se dice feminista y que lucha por los derechos de la mujer. En ésta, como en otras muchas políticas o posicionamientos, la izquierda proclama su fidelidad a las llamadas políticas de identidad que buscan el reconocimiento político, público y legal de cualquier hecho identitario y diferenciador. Como en otras luchas, la izquierda se caracteriza por querer representar ante el poder a los discriminados, por significarse como los únicos y más consecuentes valedores de los derechos de las minorías o de las mayorías explotadas. Por ello, todas estas luchas y demandas, y en virtud de la otra cara que representa la izquierda, como valedora y protectora del capitalismo, la misma izquierda las ha dulcificado y domesticado, para hacerlas consecuentes con la estabilidad de un sistema que precisamente es el que, por su ley de funcionamiento, genera desigualdades y discriminaciones.
En éste, como en otros casos, la izquierda asume su papel de eficaz siervo del capital, y le pide a cambio que le deje repartir las migajas de la riqueza que genera este sistema injusto e ineficaz. La izquierda entonces, se proclama a sí misma como la representante oficial de los oprimidos, lo que se traduce realmente en que es la izquierda la que se considera a sí misma como única defensora de esos derechos, en virtud de su papel mediador, y sobre todo, como garante de la distribución de rentas, prebendas, subvenciones, derechos y normas estatales. La izquierda, por tanto, asume así un doble papel en las luchas por la emancipación, primero como lubricador del sistema capitalista para que funcione correctamente y produzca riqueza, y en segundo lugar, como apaciguador de unas luchas y conflictos que encauza institucionalmente a través de su papel de conciliador benévolo que sopesa pros y contras y oportunidades y tiempos a la hora de repartir apoyos, compromisos y ayudas públicas.
Sin embargo, lo asombroso todavía es que los izquierdistas se asombren tras cada elección democrática, de que las masas no les voten, de que ese cúmulo de minorías que compondrían una enorme mayoría, no voten a los que se declaran como sus protectores, y que sin embargo, sean muchas de esas personas de los colectivos más discriminados y explotados por el sistema, los que estén desertando de los “partidos de clase” y estén votando ya a la derecha, y no digamos, al puro fascismo.
La izquierda ha olvidado su signo fundacional, no como representante de los explotados, sino como una parte más de los oprimidos por el sistema, que consistió en creer que el sistema capitalista sólo puede sobrevivir con el apoyo del Estado, y que el capitalismo, dejado a su libre desenvolvimiento, acabaría en un irremediable colapso. Y que las desigualdades que hoy padecemos las provoca su propia ley de funcionamiento basada en la mercantilización de todo lo existente y en la conversión de todo valor en precio (valor de cambio), con total indiferencia de las necesidades humanas.
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